ABC-ISABEL SAN SEBASTIÁN
Adivinen quién entrena para hacer el papel de Cameron
LOS errores de un solo hombre pueden resultar letales para toda una nación. Lastrar irremediablemente el futuro de generaciones. Destruir siglos de esfuerzos y proyectos compartidos. La historia abunda en ejemplos que ignoramos con obstinación, aunque resplandezcan ante nosotros como semáforos en rojo. El último, sin ir más lejos, es ese malhadado Brexit que empezó con una moneda lanzada irresponsablemente al aire y va camino de acabar como el rosario de la aurora.
Fue la ultraderecha británica, un grupúsculo insignificante encabezado por Nigel Farage, la primera en pedir la salida del Reino Unido de la Unión Europea, augurando incontables e inmediatos beneficios para los ciudadanos de a pie, esgrimiendo burdas mentiras a guisa de argumentos y envolviéndose en la bandera como si fuese de su propiedad. Ni Londres aportaba al club el dineral denunciado, ni recibía de éste migajas despreciables, ni soportaba un flujo migratorio insostenible procedente de los países miembros, ni podía permitirse dar semejante portazo sin sufrir onerosas consecuencias. Pero ¿a quién importaba la realidad cuando ese discurso demagógico reportaba a sus portavoces una elevada rentabilidad en las urnas? A nadie. Tan así fue, que el primer ministro conservador, David Cameron, cuya obligación habría sido oponerse frontalmente a esa basura, combatirla con todos los medios a su alcance y enarbolar valientemente la verdad, se dejó llevar por la corriente con el fin de promocionar su propia carrera. Movido por una peligrosa mezcla de ambición personal, arrogancia, imprudencia y estulticia (¿les suena?), convocó un referéndum de autodeterminación con respecto a la UE que implicaba otorgar al cuerpo electoral de ese momento concreto la potestad de jugarse semejante decisión a cara o cruz. Y perdió. Perdieron él y el Reino Unido, que desde entonces se desliza por una pendiente resbaladiza hacia el aislamiento internacional, la pérdida de influencia, la devaluación tanto de su moneda como de sus empresas y un empobrecimiento generalizado que ya se deja notar con fuerza.
Han pasado dos años. Ni Farage ni Cameron han sobrevivido políticamente al fracaso, lo que constituye un triste consuelo para los británicos, abocados a un Brexit sin acuerdo, de terribles consecuencias económicas, o, en el mejor de los casos, desandar lo andado y asumir los daños. Europa ha hecho valer la fuerza de sus convicciones, aceptando el órdago sin achantarse. Los embustes con los que se armaron las huestes de la ruptura han demostrado tener las patas muy cortas, aunque los lamentos lleguen a destiempo.
¿Aprenderemos algo los españoles de esta magistral lección? Sinceramente, lo dudo. Nuestros populistas de ambos lados del espectro mantienen sus mensajes eurófobos, renegando de múltiples aspectos de la Unión y propugnando la recuperación de parcelas de soberanía en base a razones distintas y hasta contrapuestas, como si la incorporación a ese espacio de paz, libertad, progreso y democracia no fuese lo mejor que nos ha ocurrido, como pueblo, desde hace varias centurias. Demasiado tarde se han dado cuenta los ingleses de lo que supone escupir al cielo. Aquí muchos no se enteran o no se quieren enterar.
¿Y qué decir de los separatistas, obstinados en repetir toscas consignas falsarias semejantes a las empleadas por los impulsores del Brexit para hundir a sus compatriotas en el fango? «España nos roba». «Cataluña aporta mucho más de lo que recibe». «Los catalanes y vascos trabajan para mantener a un atajo de vagos». «Una Cataluña o un País Vasco independientes de España serían países más ricos integrados sin problemas en la UE». ¡Bazofia destinada a los incautos! Mientras tanto, adivinen quién entrena duro para hacer el papel de Cameron…