MANUEL MOSTAZA BARRIOS-EL MUNDO
El autor alerta sobre los riesgos que suponen para nuestra democracia la incertidumbre política en torno a la creación de un nuevo gobierno y recuerda la dificultad de que convivan cinco partidos de ámbito nacional.
A VECES la historia se repite, pero no siempre lo hace como farsa. Hace tres años, los españoles rematábamos las vacaciones con la vista puesta en el inicio del curso en septiembre sin saber si habría gobierno: el pobre resultado del presidente Rajoy no permitía una investidura si no se producía la abstención del grupo socialista. Las cosas no han cambiado lo suficiente como para que no sepamos si el resultado va a ser similar este otoño, aunque intercambiando los actores: ahora es el presidente Sánchez el que parece necesitar la abstención de sus rivales para conseguir ser investido presidente. En este contexto, es interesante plantear algunas líneas de análisis que permitan desentrañar el panorama que se nos viene encima en las próximas semanas.
Hay que destacar, en primer lugar, que en España no ha habido hasta ahora cultura de gobierno de coalición, si bien es cierto que la estamos aprendiendo a marchas forzadas. Tras varias décadas en las que estas coaliciones eran escasas, se imponen ahora en las Comunidades Autónomas y tocan con fuerza las puertas del Palacio de La Moncloa. El problema es que las coaliciones que no pivotan sobre el centro son siempre coaliciones problemáticas. Cuando el partido minoritario se ubica en el extremo y, por lo tanto, está sobrelegitimado ideológicamente, el partido mayoritario gobierna con la mirada fijada en el espejo retrovisor, vigilando a sus compañeros de gabinete más puros, aquellos que no se manchan con las malvadas componendas a las que la democracia burguesa nos impele en el día a día y que, en el fondo, no se han dejado corromper por un plato de lentejas.
El temor a estos cantos de sirena se da con mayor fuerza en los partidos que se ubican desde el centro hasta la izquierda o en el ámbito nacionalista, ya que la vida pública española sigue impregnada, desde hace décadas, de un sentido común orientado a la izquierda que ha generado una hegemonía cultural contra el que el resto de las ideologías no ha sido capaz de plantear una impugnación victoriosa. Cuarenta años parecen no haber sido suficientes como para legitimar por completo en el espacio público a la derecha como un actor político a ojos de muchos españoles, quizá por la mala conciencia que la sociedad española arrastra con relación a la duración y final de la dictadura franquista. Se entienden, por lo tanto, las renuencias del Partido Socialista a entrar en coalición con Unidas Podemos, una formación con la que no puede competir en pureza izquierdista ante gran parte de su electorado y con la que nunca ha tenido una relación fluida, en línea con las malas relaciones que, de manera histórica, ha tenido la socialdemocracia española con las fuerzas ubicadas a su izquierda («¿Adónde podemos ir nosotros, ni ustedes, con los comunistas?», le preguntó Manuel Azaña a Indalecio Prieto a finales de 1935, cuando empezaba a dibujarse en el horizonte lo que luego sería el Frente Popular). Es un hándicap más relevante de lo que parece: en plena época del info-entretenimiento, llevar a cabo políticas de Estado, de esas que muchas veces no gustan y que no son fáciles de explicar a los votantes, no es sencillo con tu socio y rival tuiteando su postura desde la misma mesa del Consejo de Ministros.
Otro elemento más relevante de lo que parece es la aparición en el Congreso, por primera vez, de un diputado regionalista montañés cuyo líder no tiene empacho en proclamar en los platós de televisión que su voto cuesta dinero en términos de inversiones para la circunscripción. No es una situación nueva, y ahí están los escaños entre otros del PNV o de Coalición Canaria para recordárnoslo, pero la metástasis del fenómeno no es una buena noticia para la democracia española. Dando por supuesto la legitimidad de sus propuestas y su derecho a defenderlas, hay que recordar a los políticos que en el Congreso se articula la soberanía nacional, y los diputados por Cantabria representan tanto a los electores de Castro Urdiales como a los de la Puebla de Sanabria, sin ir más lejos. Si el mensaje de «votemos al partido de aquí para que vaya a Madrid a sacar tajada» cala en el resto de las CCAA, el incentivo que los ciudadanos van a tener para votar a partidos que miren más allá de su aldea va a ser cada vez más pequeño y la estructura de nuestro sistema político sufrirá por ello. Quizá entonces acabemos de entender hasta qué punto son importantes y vertebran nuestro país los partidos de ámbito nacional.
OTRA INCÓGNITA que se irá despejando en los próximos meses es saber cuánto tiempo se mantendrá una situación como la actual, con cinco partidos de ámbito nacional por encima del 10% de los votos en las elecciones generales. En España, mucho más que la ley electoral, es el tamaño de la circunscripción el que condiciona los resultados electorales; quitando las apenas dieciséis provincias que eligen siete o más diputados, en el resto la proporcionalidad es escasa, de manera que los partidos que se quedan por debajo del 15% tienen difícil obtener representación en ellas. En estas circunstancias, es muy complicado que convivan cinco partidos con presencia en todo el territorio nacional, por lo que todo parece indicar que el sistema se reajustará y los electores acabarán apostando a medio plazo de vuelta a un modelo de bipartidismo imperfecto. Algo de ese ajuste parece estar dándose en la izquierda, donde los buenos resultados del Partido Socialista en la doble cita electoral de la pasada primavera no se explican sin la debacle sufrida por la formación de Pablo Iglesias.
En fin, el hecho de no tener un gobierno estable no es una buena noticia para nadie. La globalización sigue avanzando y gran parte de los problemas a los que nos enfrentamos como sociedad no pueden ser gestionados sin un gobierno que marque prioridades, gestione alianzas con otros actores y asigne recursos para alcanzar las metas propuestas. Esta situación de interinidad, habitual por otro lado en los sistemas de base parlamentaria, supone salir a competir en un mundo global con una mochila a la espalda cargada de piedras, un mundo en el que gran parte de nuestros países competidores van, como quería Machado para los hombres de la mar, ligeros de equipaje.
Manuel Mostaza Barrios es politólogo y director de Asuntos Públicos de Atrevia.