EL CORREO 11/01/17
GAIZKA FERNÁNDEZ SOLDEVILLA. HISTORIADOR, CENTRO PARA LA MEMORIA DE LAS VÍCTIMAS DEL TERRORISMO
En julio de 1976 Juan Carlos I encargó la formación de un nuevo Gobierno a Adolfo Suárez, quien dirigió la sustitución del sistema dictatorial por otro representativo. Lo hizo respetando la legalidad vigente. Así, en noviembre las Cortes franquistas aprobaron la Ley para la Reforma Política: su harakiri. Se convocó un referéndum. El 94,45% de los ciudadanos que acudieron a las urnas votaron afirmativamente. El barco había sido botado. A principios de diciembre la oposición moderada creó la ‘Comisión de los nueve’ para negociar el alcance de la reforma con el Gobierno.
Ahora bien, no estaba claro que el proceso de democratización fuese a llegar a buen puerto, ya que tenía muchos enemigos. Es más, estuvo a punto de naufragar el 24 de enero de 1977, hace ahora cuarenta años, cuando un comando terrorista de ultraderecha asesinó a cinco personas en un despacho de abogados laboralistas de la calle Atocha de Madrid: Enrique Valdevira Ibáñez, Luis Javier Benavides Orgaz, Francisco Javier Sauquillo, Serafín Holgado y Ángel Rodríguez Leal. Las víctimas estaban vinculadas a CC OO y al PCE. Durante esos días otros dos militantes de izquierdas habían muerto en diferentes circunstancias: uno en el transcurso de una manifestación y otro en un atentado terrorista. El objetivo del neofranquismo, que estaba respaldado por una parte de la Administración, era sabotear la Transición, animando a los militares más reaccionarios a reinstaurar la dictadura por la fuerza de las armas.
El sector más exaltado de la extrema izquierda también se posicionó frontalmente contra el intento de implantar una democracia homologable con las del resto de Europa occidental. El mismo día 24 de enero los GRAPO, que ya mantenían como rehén a Antonio María de Oriol, exministro de Justicia y presidente del Consejo de Estado, secuestraron al general Emilio Villaescusa Quilis, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar. El 28 esta misma banda asesinó a dos policías, José María Martínez Morales y Pedro Sánchez Hernández, así como a un guardia civil, José María Lozano Sáinz. El efecto desestabilizador del terrorismo de la izquierda radical se venía a sumar así al de la ultraderecha.
Tres días antes se había convocado una huelga en protesta por la matanza de Atocha, secundada por alrededor de medio millón de trabajadores. El 26 de enero unas cien mil personas participaron en el multitudinario entierro en Madrid. La marcha transcurrió en silencio y no se produjeron incidentes. Lejos de caer en la provocación de la extrema derecha, la dirección del PCE, que todavía era un partido ilegal, demostró tanto la disciplina de su militancia como su incontestable poder de convocatoria. Aquella manifestación de duelo fue crucial para que, a pesar de las posturas en contra de parte de su propio equipo, en abril Suárez decidiese legalizar al Partido Comunista.
Paradójicamente los pistoleros ultras habían conseguido justo lo contrario de lo que deseaban. Por añadidura, el 11 de febrero Oriol y Villaescusa fueron liberados por las FCSE, lo que supuso un sonoro fiasco para los GRAPO. Según ‘El voto ignorado de las armas’, de Xavier Casals, «la violencia política (…), salvo en el caso de ETA, se volvió contra sus promotores y actores, contribuyendo a su derrota».
La nonata democracia superó la tormenta de enero de 1977, pero en los siguientes años aún tuvo que enfrentarse a otros peligros: las tramas golpistas en las que participaban los sectores más nostálgicos de las FCSE y del Ejército, así como el terrorismo de las distintas ramas de ETA, que causaron más de trescientas víctimas mortales. Durante aquellos ‘años de plomo’ la banda más sanguinaria, ETA militar, se dedicó al asesinato de policías y militares con el fin de soliviantar a sus mandos y hacer creíble la amenaza involucionista. Los terroristas esperaban que, con tal de evitar un golpe de Estado, el Gobierno acabaría cediendo a sus demandas. ETA calculó mal, como quedó demostrado el 23-F. Ahora bien, el teniente coronel Antonio Tejero y el resto de conspiradores también fracasaron en su empeño de resucitar el franquismo.
Reaccionarios y terroristas de toda índole compartían su fanatismo, su intransigencia, su pretensión de ser los únicos intérpretes de la voluntad del pueblo, su odio al sistema parlamentario, su desprecio por la vida humana y su fe en la fuerza bruta. La violencia condicionó la Transición, que fue un periodo convulso, contradictorio y a veces desilusionante y marcado por injusticias, como el olvido en el que cayeron las cerca de quinientas personas asesinadas por el terrorismo. Y los historiadores debemos señalar las sombras del proceso. Ahora bien, también sus luces. Demonizar la Transición es caer en el mismo error de quienes han tenido la tentación de idealizarla: hacer una lectura simplista, parcial e incluso militante del pasado. Tal interpretación supondría olvidar que, pese a todo (la crisis, los excesos policiales, los golpistas, los terroristas, etc.), el barco acabó llegando a puerto seguro. Pero en enero de 1977 era imposible prever que el viaje iba a culminar con éxito: pudo haberse hundido entonces o el 23-F. De haber ocurrido, nuestra historia reciente habría sido mucho peor. Es algo que convendría recordar en este año plagado de aniversarios.