El Correo-ANTONIO RIVERA

El nuevo estatus es una fotocopia literal, y en la intención, del proyecto de Ibarretxe. Las bases doctrinales son las mismas: una visión homogénea y uniforme de la sociedad vasca

La metáfora del péndulo patriótico para referir la doblez de la trayectoria histórica del PNV fue un afortunado hallazgo de unos colegas historiadores que no se necesita reiterar. Teniendo como anclaje permanente la construcción de la nación vasca, ese partido habría oscilado desde sus inicios entre el doctrinarismo independentista y el pragmatismo autonomista. Sin embargo, la referencia a la construcción de la nación vasca como empeño permanente es demasiado ambigua, pues en ella caben estrategias diferenciadas, pero también –y esto es más importante– dos visiones antagónicas de ese proceso nacionalizador: una exclusivista y excluyente, otra integrado.

Desde que terminara la Guerra Civil, el lehendakari Aguirre intentó imponer lo que él llamaba política nacional, que no era sino una de Frente Nacional: negar la condición nacional vasca a quienes no se sometieran al diktat nacionalista. Entonces se encontró enfrente con una personalidad política de la talla de Indalecio Prieto que, con muchas dificultades y en más de una ocasión, impidió aquella tentativa. Aguirre regresó a la política de unidad a cada fracaso, identificando tal giro con las evoluciones del péndulo. Otra vez se suscitó semejante estrategia cuando apareció un nuevo actor nacionalista: ETA. Lo intentó en los 60 y también, especialmente, en la primavera de 1977, y fue entonces el PNV el que rechazó una invitación que suponía negar la posibilidad de que la situación política española cambiase. Aquellos jelkides temieron un abrazo del oso del recién llegado y consideraron mejor la cultura política democrática y de relación con los competidores que habían aprendido en la dictadura.

A la política de Frente Nacional volvimos a comienzos de este siglo con el Plan Ibarretxe, donde el señuelo de la paz se firmó con los terroristas al precio otra vez de apartar de la escena vasca a quienes no eran nacionalistas, a quienes por aceptar una doble identidad territorial se acusaba nada menos que de la destrucción de Euskal Herria. La consecuencia de aquello no fue la paz, sino una división en la sociedad vasca como hacía mucho no se había conocido. Todavía lo recordamos, al punto de que dicen opera como antídoto ante posibles repeticiones por parte del PNV. Así, este partido tiene el mayor poder institucional de toda su historia, en parte, como rescate para que no nos moleste más con intentonas divisorias y excluyentes. Y nos preside la cara sensata del nacionalismo vasco, el lehendakari Urkullu, a quien tanto se jalea en la prensa y mentideros madrileños, necesitados de un contraste frente a la amenaza secesionista catalana.

Pero resulta que eso no es así. El acuerdo a que llegaron antes del verano el PNV y la izquierda abertzale para redactar lo que ahora se llama un nuevo estatus –posición o situación respecto de algo–, que no nuevo Estatuto, es una fotocopia literal y en la intención de aquel proyecto de Ibarretxe que tan lejano imaginamos. Las bases doctrinales son las mismas, iguales que las que ha sostenido históricamente ese anclaje permanente nacionalista: una visión homogénea y uniforme de la sociedad vasca, dotada a sí misma de soberanía propia, que se dirige al Estado español (no a la ciudadanía española) de tú a tú, estableciéndole los términos que ha de considerar y al que se le perdona la vida siguiendo en su seno, siempre y cuando acepte la interminable lista de los Reyes Magos que incluye disposiciones futuras donde el interlocutor no será tanto él como la Unión Europea o los organismos internacionales. Vamos, un embudo como una campana de grande, que a su vez se acompaña de la misma intención arrogante de antaño: el Pueblo Vasco le dice al Estado español cuáles van a ser las nuevas condiciones del contrato. Si no es partidario, será otro agravio; si muchos o pocos vascos no comparten esa estrategia, dejarán de ser considerados como tales.

De manera que nos encontramos ante una repetición de la jugada, un déjà vu a todos los efectos, pero que pasa de puntillas y sin interés ni preocupación entre la ciudadanía vasca. No nos creemos que solo una docena de años después vuelva la burra al trigo. Nos parece insólito que recién acabada ETA, que mataba para establecer ese proyecto excluyente nacionalista vasco, se pretenda llegar a lo mismo por vías en principio no violentas; el recuerdo a sus víctimas en el preámbulo es un sarcasmo.

Recordamos aún cómo se dividió hasta la última familia o entidad vasca cuando Ibarretxe. Tenemos enfrente el ejemplo catalán que nos disuade de semejantes experimentos que ponen en peligro la convivencia futura. Estamos cómodos con esta nueva situación donde el Gobierno nacionalista no nos fuerza a ser ciudadanos nacionalistas. Incluso, los más informados dicen que esto es un brindis al sol del PNV y que no llegará al final. Y el lehendakari Urkullu apuesta por un amplio consenso entre fuerzas políticas y sensibilidades sociales, aunque sea para imponer un proyecto exclusivo para los nacionalistas y excluyente para quienes no lo son.

Y tacita a tacita sigue avanzando el disparate. Muchos lo vemos, pero preferimos pensar que no serán capaces. Y dejamos hacer. Y se reunirán los expertos para escribir el texto, y se calentará la llama social que le dé respaldo, y tendremos nuevas cadenas humanas (cadenas humanas), e incluso se pasará a previa votación lo que salga para que no haya ya remedio y todo acabe exactamente en el mismo callejón sin salida que tienen ahora los catalanes. Y entonces será tarde. Su sueño, otra vez, habrá sido nuestra pesadilla. Por eso sería cosa de hacer algo. Supongo.