Ignacio Varela-El Confidencial
- La intervención ante la prensa de Aragonés fue directa y seca. No aparecieron en su discurso palabras dulces como concordia, convivencia, reencuentro o fraternidad
Quien esperara una idílica escena del sofá entre Pedro Sánchez y Pere Aragonés o una escenificación de la simbiosis entre dos aliados dispuestos a mutualizar sus destinos políticos quedaría defraudado tras escuchar la comparecencia del presidente de la Generalitat (la de la portavoz del Gobierno fue un océano de vaciedades). Nada que ver con aquel romántico paseo de Sánchez y Torra junto a la fuente de Guiomar, ni siquiera con el intercambio de obsequios en Pedralbes. Un adusto recibimiento en la puerta, las dos horas y media pactadas para aparentar que aquello tenía un contenido y dos relatos que sugerían un diálogo, sí, pero de sordos.
Probablemente, ambos dirigentes necesitaban rebajar expectativas y marcar distancias rituales para protegerse de sus marcadores domésticos. O quizá a Aragonès le ha correspondido, en este juego bicéfalo de ERC, el papel de poli malo. En cualquier caso, hay que tener mucha fuerza de voluntad para ver nacer de esta reunión, tal como la contó el ‘president’ vicario, los brotes verdes de la entelequia que se ha dado en llamar “solución política”.
La intervención ante la prensa de Aragonés fue directa y seca, incluso áspera. No hubo una sola concesión al florilegio verbal con que Sánchez y sus cortesanos nos han hecho subir el nivel de azúcar en sangre durante la operación de venta de los indultos. No aparecieron en su discurso palabras dulces como concordia, convivencia, reencuentro o fraternidad. Ni siquiera se molestó en acusar recibo de los indultos, mucho menos a registrarlos como un avance. El delegado de Junqueras se limitó a marcar a fuego su territorio, sin una sola floritura, y despejar cualquier equívoco respecto a sus intenciones. Fue el trabajo de un profesional.
El único hilo conductor de su relato de la reunión fue la constatación (según él, recíproco, lo que no fue desmentido posteriormente por Montero) de un “conflicto político entre Cataluña y España”, presentados como dos sujetos soberanos de jerarquía equivalente. Hasta 15 veces repitió Aragonés esa fórmula, intercambiando “España” o “Estado español” como uno de los sujetos del conflicto, pero manteniendo siempre a “Cataluña” (así, en su totalidad) como el otro.
Establecidos los sujetos, fijó claramente el objeto. No se trata en absoluto de recomponer el encaje de Cataluña en España dentro de la Constitución (a la que, por supuesto, ni mencionó), sino de habilitar la vía para que los catalanes, solo ellos, decidan la secesión. El tipo descartó desdeñosamente la fantasía zapateril de conformarse con una reforma estatutaria o constitucional (“no hemos transitado este camino para volver a 2010”). Enfatizó, por si alguien no se había enterado, que “el Gobierno de Cataluña no renuncia ni renunciará a la independencia”. Y precisó los términos de la cuestión: “Esto va de soberanía, va de la comunidad política que decide, y esa comunidad es Cataluña”. Es más, cuando alguien le preguntó por un posible camino intermedio como producto de la negociación, mostró abiertamente el límite de su generosidad: “Les recuerdo que nuestro punto de partida era la independencia. El camino intermedio es el referéndum”. Partimos de la independencia por alzamiento y ahora les ofrecemos la independencia por referéndum, no nos digan que no somos flexibles. Y confirmó el plazo: “En dos años, decidiremos si vale la pena seguir hablando o cerramos la mesa”. Sabe bien que dos años es el tiempo de tregua que Sánchez necesita para llegar a sus elecciones sin un incendio en Cataluña.
En cuanto a los indultos —que tampoco mencionó—, su planteamiento es coherente. Lo que exige es el fin de “la represión” en cualquiera de sus tiempos o modalidades. Es decir, establecer un compromiso irrestricto de impunidad ante cualquier ilegalidad pasada, presente o futura. A eso lo llaman amnistía. Su desprecio por el marco legal quedó claro cuando alguien le preguntó cómo esperaba que el Gobierno forzara al Poder Judicial, al Tribunal de Cuentas o al Parlamento a aceptar sus exigencias: no es nuestro problema, es del Estado. Que se las arreglen.
El ‘president’ dibujó no una, sino dos mesas de negociación paralelas: la mesa de la independencia y la mesa de la autonomía
Dibujó no una, sino dos mesas de negociación paralelas: la mesa de la independencia y la mesa de la autonomía. En la primera se tratará de “la cuestión de fondo”. En la segunda, de las cosas de comer: inversiones, fondos europeos, infraestructuras… En la primera hablaremos de cómo nos vamos de España y en la segunda de qué le sacamos a España mientras nos vamos. Que Sánchez se haya comido un planteamiento tan ventajista resultaría insólito si fuera otra persona.
En el discurso de Aragonès subyacen dos equívocos deliberados, que el propio Sánchez alimenta. El primero es suponer que este representa no al Gobierno, sino al Estado español, y que puede comprometer a todos sus poderes e instituciones. Lo cierto es que no puede, aunque lo intente con empeño digno de mejor causa. El segundo es omitir sistemáticamente que lo que hay aquí es simplemente un entendimiento transitorio de mutua conveniencia entre dos partidos, el PSOE y ERC, que encabezan los gobiernos, pero son holgadamente minoritarios. Aun en el muy dudoso supuesto de que llegaran a un acuerdo satisfactorio para ambos, ninguno de los dos dispone de la fuerza política suficiente para imponerlo en sus respectivos ámbitos institucionales. Ni Sánchez obtendrá jamás la mayoría parlamentaria y el consentimiento de los demás poderes del Estado para consumar un pacto como el que podría dejar satisfecho a Junqueras, ni este hará tragar al independentismo un acuerdo como el que podría firmar Sánchez sin suicidarse.
Un total de seis conflictos
Pero la mayor engañifa es la del “conflicto político entre España y Cataluña”, que es la base de todo el montaje. En realidad, no hay un conflicto, sino al menos seis:
- Entre el Estado constitucional y “la Generalitat republicana”.
- Entre las dos mitades de la sociedad catalana.
- En España, entre la izquierda oficialista y la derecha opositora.
- En Cataluña, entre las fuerzas nacionalistas que comparten el poder mientras tratan de aniquilarse entre sí.
- Entre el PSOE podemizado inscrito a nombre de Sánchez y los restos disecados del PSOE.
- En la derecha, entre el PP y Vox, que se vigilan, se necesitan y, si pudieran, se apuñalarían.
Fomentar la convivencia sería reconocer todas esas dimensiones del conflicto y trabajar seriamente sobre ellas. Abandonen toda esperanza. Mareando la perdiz, llegará el día en que Junqueras decida que le viene mejor un Gobierno de la derecha en Madrid para “volver a hacerlo”, y a Sánchez le explicarán que llegó el momento de desempolvar la macrobandera española para hacerse perdonar lo imperdonable. Mientras tanto, se agradece la seca claridad de Aragonès —cuya gramática castellana, por cierto, es infinitamente mejor que la de la portavoz del Gobierno de España—.