IGNACIO CAMACHO-ABC  

Tras el 21-D quizá sea necesario que los españoles se pronuncien sobre el principal problema que España tiene abierto

HAY partido y huele a empate, pero el árbitro es casero. Si las fuerzas constitucionalistas igualan con las independentistas, como sugiere la encuesta de ayer en ABC, el Gobierno de Cataluña lo puede acabar decidiendo la franquicia de Podemos. Y no hay que hacerse ninguna ilusión al respecto: el híbrido nacionalpopulista de Ada Colau no va a investir presidenta a Inés Arrimadas ni colaborará en nada que se parezca a eso. En realidad resulta una ingenuidad voluntarista contar a los Comunes como una especie de «cascos azules» entre dos bloques contrapuestos; su vocación radical y su defensa de la autodeterminación los coloca en el frente soberanista a todos los efectos. 

El independentismo no sólo se ha estancado; probablemente sufrirá un retroceso. La revuelta de octubre ha provocado en sus bases de apoyo una mezcla de desencanto, frustración y hasta miedo. Pero la sociedad catalana está escindida en dos mitades sin vasos comunicantes, con el populismo como ambiguo embalse intermedio. El tráfico de votos sólo funciona dentro de cada bloque; de uno a otro no existe modo de moverlo por mucho que el PSC intente ofrecerse como alternativa sensata del nacionalismo descontento. La factura de la DUI la van a pagar sus promotores en forma de corrimiento de tierras entre ellos, y aunque la Cataluña no soberanista se movilice es prácticamente imposible que alcance la mayoría necesaria para liquidar el maldito proceso. 

Así las cosas, la conclusión provisional es que el horizonte electoral abierto por el artículo 155 ofrece muy poco margen de cambio. El Gobierno ha frenado la secesión, enfriado el calentón  indepe y puesto la Constitución y la ley a salvo, pero las expectativas de consolidar una situación racional llegan a las urnas demasiado temprano. Los defensores del Estado de Derecho están aún lejos de ganar en escaños y el separatismo tiene acreditada su capacidad de sobreponerse a la falta de cohesión interna con un sentido de supervivencia adaptadizo, perseverante y táctico. Si tiene que modificar sus expectativas, lo hará con tal de no resignarse al fracaso. Reformulará su programa y acomodará los plazos. 

Lo más probable es, pues, que Cataluña tenga de nuevo un poder soberanista, con mayor o menor inflexión de ruptura, en enero o febrero. Y esa hipótesis más que verosímil va a reclamar una respuesta en otro terreno, en el de la energía de un Estado dispuesto a hacer frente al procès 

3.0. El 155 quedará descartado por falta de consenso; lo que se va a necesitar es una nueva mayoría de Gobierno. Sí: unas elecciones generales que redefinan la correlación nacional de fuerzas con la cuestión catalana como eje del debate, sin reservas ni complejos. Una convocatoria en la que los españoles ejerzan su soberano derecho a decidir sobre el principal problema que España tiene abierto. Y sobre la actitud política con que quieren resolverlo.