Jon Juaristi-ABC
- En España, el estado de alarma no es otra cosa que el ensayo general para un despotismo de ínfima calidad
Contra lo que afirmara Marx, cuando no se puede cambiar el mundo (o, al menos, la parte que nos toca) sin empeorarlo, es hora de ponerse a interpretar los signos de la catástrofe presente y venidera: o sea, de la triple destrucción de la salud, de la economía y de la libertad de los españoles. Como no soy un experto en las dos primeras me centraré en la última. Creo que, de entrada, conviene trazar una distinción entre despotismo y arbitrariedad, que no son lo mismo aunque muchas veces comparezcan juntos. Que Napoleón fue un déspota, nadie lo niega, ni sus apologistas, pero se cuidó mucho de pasarse de arbitrario, y puso coto a aquellos de sus subordinados que mostraban
esa tendencia. Trató, en definitiva, de someterse él mismo al Código que promulgó para los cuarenta millones de ciudadanos franceses convertidos por su imperial antojo en súbditos. Como escribió Stendhal, en Bonaparte «había realmente un tirano, pero había poca arbitrariedad. Y el verdadero grito de la civilización es: ¡Nada de arbitrariedad!».
Los verdaderos dictadores bonapartistas -en nuestra historia, los generales Primo de Rivera y Franco- siguieron esa pauta, lo que hizo su despotismo bastante soportable por la mayoría. En vida de Franco, los antifranquistas fuimos muy minoritarios, y los que dentro de aquella exigua minoría conocimos la cárcel y las jurisdicciones especiales del régimen, fuimos perseguidos y juzgados por un poder despótico, pero no arbitrario. Las tiranías se hunden desde dentro por la arbitrariedad, no por el despotismo.
Todo apunta a que avanzamos globalmente hacia una forma del despotismo que desde la Antigüedad griega se ha dado en llamar oriental, representado entonces por el imperio persa que intentó emular Alejandro, admirador de Ciro el Grande, y en nuestros días por China: un nuevo despotismo diestro en las artes de extender la servidumbre voluntaria, lo que a los intelectuales [orgánicos] chinos les gusta llamar buen gobierno, concepto confuciano que los politólogos occidentales traducen más o menos como soft power (poder suave), por analogía con software, para que lo vayamos digiriendo sin retortijones. Según John Keane, autor de la anterior definición, ese buen gobierno será un rasgo característico del pestilente futuro de nuestro planeta.
La transición de la democracia al despotismo se ha acelerado en muchos países, España entre ellos, durante los estados de alarma, emergencia o excepción, llámense como se quiera, impuestos con el pretexto del coronavirus. Pero, al contrario de lo que ha sucedido en otras partes, el nuevo despotismo español está tan lastrado por la arbitrariedad que provocará una resiliencia a la venezolana, crónica, correosa y creciente, como no ha conocido el régimen chino y no conoció el franquismo. Pandemio y Podemio responderán también a la manera chavista. Ya lo llevan ensayando desde hace dos meses, por si alguien no se había enterado.
El pensamiento jurídico español más reciente (y pienso, pues de pensar se trata, en Tomás Ramón Fernández, por ejemplo) es muy pesimista respecto a las posibilidades de erradicación de la arbitrariedad de los poderes en las democracias modernas. Pero por algún lado hay que empezar. Intentemos, pues, concentrar nuestras energías en resistir a la arbitrariedad, sin perder de vista que el objetivo principal a batir es el consenso blando, que Tocqueville definía como «el poder que ejerce la mayoría sobre el pensamiento» y en el que veía el fundamento del los nuevos despotismos perfeccionados por la civilización, sin las cadenas y verdugos de antaño. El pobre no conoció la Venezuela de Chaves y Maduro, modelo del sanchismo leninismo.