En las elecciones argentinas de este domingo, finalmente ha pesado menos el voto de castigo a los recientes casos de corrupción del kirchnerismo que el miedo al descomedimiento del incendiario Javier Milei. Algo que Sergio Massa, ganador por sorpresa de la primera vuelta con un 36% de los votos, ha admitido tácitamente, al reconocer que sabe que la confianza recibida «no es un cheque en blanco».
Al frente del Ministerio de Economía, Massa sólo ha logrado agravar la crisis económica sistémica que padece el país latinoamericano, que ya supera el 40% de pobres y el 138% de inflación anual. Pero la incertidumbre económica que generaba una posible victoria de Milei —que probablemente habría contribuido a depreciar el peso aún más—, y las turbulencias políticas que cabía anticipar —así como las protestas sociales masivas por la eliminación de los programas públicos de bienestar—, han bastado para que el oficialismo sobreviva.
De poco le ha servido al dinamitero libertario la moderación presidenciable de su discurso en los últimos meses, ni su condición de favorito por haber resultado vencedor en las primarias PASO el pasado 13 de agosto. Finalmente, ha quedado en segundo lugar, con un 30% de los votos. Por eso ya ha hecho un guiño esta madrugada al electorado de Patricia Bullrich, tercer puesto con el 23% de las papeletas, comprometiéndose a bajar su tono estentóreo y cafre para que le presten sus votos en la segunda vuelta y así «derrotar al kirchnerismo, que es lo peor».
También ha empezado a ensayar el giro centrista Massa, para distanciarse aún más del peronismo gubernamental, prometiendo formar un gobierno de unidad nacional para «abrir una nueva etapa institucional en Argentina».
Pero lo cierto es que el país ha acudido a las urnas en una tesitura política deplorable, en la que se trataba de elegir entre dos males, un populismo de izquierdas que lleva ochenta años —a excepción de los periodos dictatoriales— hegemonizando la política argentina, y un populismo anarcocapitalista y ultraconservador con tintes mesiánicos. Ni siquiera la tercera en discordia, aparentemente el centroderecha más cabal, partía con buenas credenciales, como representante de un macrismo que tampoco consiguió enderezar en absoluto los problemas estructurales del país.
Argentina, que hace un siglo tenía un PIB mayor que países hoy desarrollados como Alemania, Francia o Italia, es un caso insólito cuya historia económica está poblada por bancarrotas, rescates, endeudamiento e hiperinflación. Esta dinámica, por la que por cada dos años de crecimiento se ha dado uno de recesión, está estrechamente relacionada con la debilidad de la política argentina, que ha visto sus instituciones devastadas por los populistas y los golpes militares. Pero también por una reincidencia asombrosa en medidas económicas fallidas, en un bucle incesante de política monetaria expansiva e impuestos desbocados que han resultado en que más de la mitad de la población se encuentre subsidiada.
Tal entramado político y económico, que propicia y afianza un clientelismo del que se nutre una clase política extractiva impotente, está detrás del clima de fatiga y hartazgo de una gran parte de la población argentina que se ha inclinado por Milei. No en vano, Massa ya ha adelantado que se impondrá el continuismo en la política económica regulacionista, el estatalismo y el control de precios.
Pero las recetas demagógicas del histriónico filobolsonarista tampoco representan una salida factible al arreglo sociopolítico viciado de Argentina. Lo que le hace falta es estabilización económica y responsabilidad política, y no medidas disruptivas, radicales y divisivas.
Estas elecciones, en las que se ha roto el esquema binario que había dominado la política argentina con una pinza de derechas sobre el peronismo por primera vez, están vehiculadas por una mutación electoral que ha seguido al cambio sociológico de los últimos veinte años en Argentina. Es el producto de la cronificación de la pobreza y la apatía cívica, que, como también demuestra la baja participación en estos comicios, ha generado un sentido de que el modelo está agotado. Especialmente entre los jóvenes, que, desencantados, son los más proclives a depositar su esperanza en outsiders antiestablishment como Milei.
Justo cuando se cumplen cuarenta años de democracia, Argentina entra en una encrucijada en la que la desafección hacia el sistema democrático es generada por el statu quo, mientras que su impugnador, en nombre de la libertad, amenaza gravemente la continuidad de la democracia liberal.