ABC 04/07/14
DAVID GISTAU
· El nacionalismo aboca a la guerra, aunque ésta sólo sea un estado mental, una paranoia colectiva que tiene antecedentes en los campos europeos
EN tiempos más sutiles, fue suficiente con el «ejército desarmado» que Vázquez Montalbán veía en el Barcelona. Rapsodias de fogueo. Los triunfos y las derrotas –sobre todo las injustas– eran alegorías que permitían liberar los gases patrióticos sin que rebasaran el ámbito inofensivo del domingo de fútbol. Los Clásicos eran nuestra «Drôle de Guerre», y además permitieron a Cataluña erigirse en superpotencia sin extraviar un ápice del prestigio de la víctima profesional. Se me dirá que en Cataluña hay más equipos aparte del Barcelona. Pero también existen más visiones políticas aparte del nacionalismo, y esto no le ha impedido pretenderse una representación total en la que toda opción es patio trasero o anomalía.
Los tiempos no son ya tan sutiles. Y ello lo demuestra el hecho de que, en llegando el verano, en Barcelona no se hable de comprar futbolistas, sino corbetas. Con lo a gusto que estábamos en el plano alegórico. De las conclusiones de la ANC, lo inquietante no es que el proyecto de nación independiente necesite un ejército, sino que le haga falta un enemigo. Una invasión del predador mitológico que es España a partir de la cual ir confeccionando ya, en las «braim-stormings» de la ANC, una leyenda resistente como la de Francia contra los nazis. El nacionalismo siempre aboca a la guerra, aunque ésta sólo sea un estado mental, un cliché cohesionador de enemigo a las puertas. Por eso la ANC contempla incluso el arcaísmo del servicio militar, que sólo es concebible ya en una sociedad militante, cuando no militarizada. Una movilización general anunciada por los campanarios y los voceadores de periódicos, como en la Europa anterior a 1945 que luego sufrió en los Balcanes su gran regresión histórica.
El nacionalismo aboca a la guerra, aunque ésta sólo sea un estado mental, una paranoia colectiva que tiene antecedentes en los campos europeos. «Le nationalisme, c’est la guerre!», como dijo Mitterrand en una de sus últimas frases públicas, cuando asoció la grandeza del proyecto europeo a la posibilidad de que por fin hubiera en el continente generaciones con el recuerdo del sufrimiento y la destrucción aún fresco capaces de superar el rencor al «enemigo habitual». Ese ideal europeo, que me resulta más cercano por francés que por español, pedía a los pueblos europeos extirpar odios centenarios de los que ya no hay impronta salvo cuando se liberan como gases en el fútbol. Por eso el independentismo es regresivo y antieuropeo: porque necesita inventar e implantar artificialmente esos mismos odios, esos rencores, así sea con manipulaciones históricas. O con escenarios teóricos en los que se diseña una resistencia de maquis a una invasión española que en tiempos más sutiles habríamos relacionado inmediatamente con una ocurrencia de «El Jueves» comparable a la guerra paródica que «La Codorniz» declaró a Inglaterra.