IGNACIO CAMACHO-ABC
En la pringosa venganza que ha destruido a Cifuentes subyace un alarmante proceso de encanallamiento de la política
POR mucho que ella misma, con una mezcla de engreimiento y torpeza, haya precipitado su caída, el linchamiento de Cristina Cifuentes suscita un inevitable desasosiego, un hormigueo moral de sensaciones ambiguas. La dimisión de la presidenta de Madrid era una exigencia de ejemplaridad tras la desdichada sucesión de irregularidades, encubrimientos y mentiras, pero ni sus errores ni sus fingimientos merecían el castigo de esa ignominia, el humillante escarnio con que ha sido apuntillada en una ejecución sumarísima. Sin una brizna de compasión ni de respeto a su intimidad, con retorcido encono revanchista; mediante una maniobra de crueldad tan fétida que ha acabado por rodearla de un cierto halo de víctima. Porque aunque su conducta reclamase un reproche social, este desenlace no se parece ni de lejos a un acto de justicia.
Más allá, sin embargo, de la empatía humana que pueda motivar el ensañamiento, lo que subyace en el vídeo infame que ha destruido a Cifuentes es un alarmante proceso de encanallamiento de la política. Sabíamos que la esfera pública había perdido calidad y nobleza, dignidad y espíritu altruista; que se ha convertido en un campo de arrebatacapas envilecido por la hipocresía, la corrupción, el sectarismo o la codicia. Que menudean en ella personajes turbios o mediocres, que muchos dirigentes carecen de cualificación mínima, que el interés público queda sometido casi siempre a la conveniencia partidista. Sabíamos, en fin, sin candidez ninguna, que en ella suelen prevalecer el resentimiento, la hostilidad y la intriga, y que sus conflictos se resuelven con frecuencia en ajustes de cuentas y disputas oblicuas. Pero este episodio gansteril, esta pringosa venganza, esta indecente conspiración de alcantarilla, revela un preocupante salto cualitativo que evidencia el uso normalizado de armas químicas. Y dibuja un escenario de pesadilla en el que se mueven personajes vidriosos, profesionales de la extorsión, desaprensivos chantajistas disfrazados de solícitos compañeros de partido, de respetables empresarios y hasta de serviciales policías. Gente dispuesta a cualquier bajeza para quitarse de en medio a un rival arruinándole no sólo la reputación oficial, sino el mínimo honor necesario para conducirse por la vida.
Cifuentes tenía que haberse ido antes, sí; cometió un empecinamiento estúpido –sola o en compañía de otros– al tratar de resistir hasta la fecha simbólica del 2 de mayo. Pero la forma en que ha sido rematada, aventando con procacidad morbosa un trastorno psicológico que equivale a una condena civil perpetua, es propia de sucios sicarios. La atmósfera política ha quedado contaminada de gas tóxico y va a ser muy difícil limpiar ese ambiente tan degradado. Ahora todo el mundo sabe que nuestras élites zanjan sus enfrentamientos a la siciliana, metiéndole al adversario en la cama una sangrante cabeza de caballo.