Manuel Montero-El Correo
La llegada del hombre a la Luna, el asesinato de la actriz Sharon Tate y la matanza perpetrada en Vietnam por tropas de EE UU hace medio siglo marcaron un antes y un después
Los sucesos de hace cincuenta años marcaron las percepciones de nuestra evolución histórica. 1968 había sido el año de la revolución, cuando pareció de pronto que la historia volvía a empezar, una noción que afectó a medio mundo: el mayo francés, pero también los sucesos de Tlatelolco en México, las huelgas de las universidades norteamericanas, la primavera de Praga… El mundo no se había detenido en la posguerra y, con una nueva generación, surgían nuevas inquietudes, reclamaciones de cambios, reivindicaciones de democracias o de avances sociales.
La impronta épica del proceso de transformaciones le correspondió a 1968, pero el impacto de 1969 en los imaginarios fue profundo y consistente; menos utópico y más aferrado a situaciones concretas. Fueron varios los acontecimientos que marcaron tales percepciones colectivas, pero hubo algunos que lo hicieron con particular intensidad.
Dos de ellos ocurrieron en el verano del 69. Tuvieron un sentido radicalmente distinto, pero ambos contribuyeron a configurar los imaginarios sociales. Medio siglo después los nombres de quienes los protagonizaron siguen siendo figuras representativas: Neil Armstrong y Charles Manson. Ambos encarnaron -para bien y para el mal, respectivamente- aspectos novedosos de la sociedad creada tras la Segunda Guerra Mundial.
Se ha celebrado con merecimiento la llegada a la Luna en julio de 1969. También con un interés que se hace inusitado, habida cuenta de que en los últimos tiempos -o sea, durante varias décadas- las referencias a la hazaña eran episódicas, aisladas y algo cansinas. Podían más los escepticismos de quienes cuestionaban la gesta. Hace apenas unos días una diputada del PSOE ha negado la llegada del hombre a la Luna, trayéndonos la inquietud sobre si los criterios que tienen los partidos para seleccionar los políticos son adecuados o fallan estrepitosamente, pues se cuela semejante indigencia intelectual. En la habitual percepción sobre aquellos hechos también ha pesado el desapego por un logro inscrito en la dialéctica de la ‘guerra fría’.
Por eso la intensidad del recuerdo de este año ha sido una buena noticia, quizás un buen augurio sobre el apoyo al progreso y la investigación. La memoria del acontecimiento ha fallado quizás en un aspecto, aparentemente secundario: la manera en que se recibió. Fue vivido como un logro colectivo, como «el día que llegamos a la Luna», en un plural compartido, sin alejamientos incluso desde España. Fuimos todos partícipes, así se sintió. Esa fue la realidad, por mucho que extrañe a los relatos históricos que imaginan siempre nociones anti-esto, anti-aquello, o suponen una continua politización en todas las vivencias. Hubo también espacio para sentir experiencias compartidas, más allá de las distancias y las ideologías. A lo mejor hoy sería irrepetible, pero por entonces esta eventualidad sucedió.
Si la llegada a la Luna dio pie a una especie de optimismo histórico, con la idea de que todo era posible, pronto se supo que el progreso tenía sus rémoras y que los avances científicos no estaban reñidos con las brutalidades violentas. La noche del 9 de agosto de 1969 tuvo lugar en Los Ángeles (California) el asesinato de la actriz Sharon Tate y cuatro personas más. No se supo hasta meses después, pero el crimen, particularmente cruel, había sido cometido por La Familia, los seguidores de Charles Manson, una especie de gurú de formas hippies, a quien seguían con extraña fidelidad en pos de estrambóticas teorías que hablaban de la inminente lucha racial de negros y blancos -que este crimen y otros buscaban precipitar- o de que los Beatles le enviaban mensajes en sus canciones, además de otras insensateces sobre las que se formaba la vida en una especie de comuna.
Este crimen y su juicio suscitaron una enorme atención en todo el mundo. Fue seguido y comentado con detenimiento. En sí mismo, significó la quiebra en algunas nociones. El movimiento hippie, surgido a comienzos de los años 60, estaba asociado al pacifismo, al ecologismo o al rechazo al consumismo. El momento cumbre del movimiento fue el festival de Woodstock (agosto de 1969) con asistencia de medio millón de personas.
La secta de Manson no encajaba estrictamente con los principios de este movimiento contracultural y libertario, pero quedaron asociados. Pasó a ser objeto de sospecha, una vez que se extendió la idea de que el pacifismo radical y la formación de comunas hippies podía derivar en sectas dominadas por una especie de profeta, sin reparos en el uso de la violencia.
Un tercer nombre dejó 1969: My Lai. La matanza que cometieron en Vietnam tropas norteamericanas había ocurrido en marzo del 68, pero se supo en noviembre de 1969. Supuestamente, Estados Unidos había entrado en la guerra de Vietnam para defender la libertad y el mundo occidental contra la amenaza comunista. La masacre de My Lai significó el asesinato de quizás 500 civiles en una operación represiva que se decía militar. Cuestionaba la guerra y los principios por lo que se decía combatir. Cuando se supo, el escándalo fue teneral y mayúsculo. Reavivó la oposición a la guerra de Vietnam, con movilizaciones en Estados Unidos y críticas generalizadas en todo mundo.
Armstrong, Manson y My Ly tuvieron sentidos diferentes, pero desde sus perspectivas marcaron un antes y un después. Incidentalmente, en estos asuntos España no quedó del todo al margen. También se siguieron aquí, con consecuencias en la forma de entender el mundo.