Ignacio Camacho-ABC
- La memoria del sufrimiento de las víctimas de ETA se ha vuelto una rémora para el proyecto frentista de la izquierda
La democracia española se fundó sobre el pacto político del consenso pero se asentó sobre la resistencia contra el terrorismo como elemento de cohesión ética. Tuvieron que pasar casi dos décadas para que cuajase en la sociedad la percepción nítida de que la agresión de ETA significaba un desafío totalitario a las libertades y a la convivencia, y sólo entonces pudo consolidarse un verdadero espíritu de autodefensa. Las víctimas, muchas veces ignoradas, se convirtieron durante los años noventa en el eje de una refundación moral del sistema; ellas pusieron rostro al sufrimiento y al hartazgo de la nación entera y su proceso de significación colectiva fue clave tanto en la respuesta policial y judicial como en la deslegitimación completa del
discurso de la violencia. El empeño de Zapatero en buscar un acuerdo en vez de una victoria provocó una grieta de desconfianza que aún sigue abierta pero al menos oficialmente el Estado siempre se había reconocido depositario de una deuda. Sin embargo ahora, cuando Sánchez e Iglesias han admitido a Bildu en su bloque de poder sin reticencias, la memoria del sacrificio empieza a constituir una rémora para el proyecto frentepopulista de la izquierda. Y la sospecha de abandono adquiere carácter de certeza.
Primero fueron gestos de tanteo con escaso tacto. Luego, a medida que el Gobierno sellaba con el independentismo catalán y los legatarios etarras un acuerdo de respaldo, las decisiones de Interior han pasado directamente al agravio. Acercamientos de asesinos en serie a prisiones del País Vasco, festivos recibimientos impunes a los verdugos recién excarcelados, pésames presidenciales, negociaciones penitenciarias que sugieren expectativas de progreso de grado. Un lenguaje político complaciente y empático con un posterrorismo crecido en su relevante papel parlamentario y desentendido de todo atisbo de remordimiento por el daño causado. Y por si faltaba algo, un cicatero regateo de ayudas subvencionales a las asociaciones de damnificados, acompañado de insinuaciones sobre gastos opacos y de la acusación directa de organizar actos con conceptos y criterios «desfasados».
En esto último bien tiene razón Marlaska: hablar de memoria, dignidad o justicia, y sobre todo de verdad, representa un desfase en este tiempo de ignominia, de rescritura del pasado y de transacción acomodaticia. Lo que se lleva es la impostura, el olvido pancista, el triunfalismo hueco, la normalización de la mentira. Todo testimonio de la experiencia del dolor, del llanto, de la zozobra o de cualquier otra realidad objetiva es una antigualla cenicienta proscrita en el exultante manual de estilo progresista. La búsqueda de un relato fidedigno, sin sucedáneos ni adulteraciones, resulta un ejercicio de arqueología moral en el marco de esta nueva política donde, en efecto, no queda ya sitio ni para el desconsuelo de las víctimas.