IÑAKI EZKERRA-EL CORREO
- El valor de su testimonio vital reside en que demostró que el nacionalismo tiene cura
Se lo solté a bocajarro durante una cena muy grata en casa de unos buenos amigos: «¿Y tú que pintabas en el PNV?» Fue en vísperas de la Navidad de 2020 y poco antes de que se agravara su enfermedad. En otra época no le habría hecho esa pregunta porque quizá no me la hubiera admitido. Esa noche, en cambio, la encajó con el mejor humor y el tono más afable. «Yo quería cambiar al PNV desde dentro», dijo. Y hay testigos: el matrimonio que nos había invitado. Tengo que decir con honestidad en estas líneas dedicadas al gran hombre que, sin duda, fue Joseba Arregi que creo que, en su respuesta, maquillaba un poco su pasado. Creo sinceramente que «el hombre que ahora era» se avergonzaba del que «había sido», y que eso no le quita nada de su talla moral. Creo, en fin, que en ese retoque favorecedor y cosmético que se ponía ante mi pregunta había también algo de grandeza. Hay grandeza en avergonzarse de no haber estado siempre con las víctimas, los amenazados, los que no son nacionalistas, los que seguimos siendo ciudadanos de segunda en el País Vasco en el que ya no hay tiros.
Sí. El impagable valor que tienen los artículos y los libros que escribió Arregi no reside en que sean los textos de un viejo resistente demócrata, como se ha empeñado estos días en sostener el voluntarismo bienintencionado, necrológico y hagiográfico de algunos. Reside en lo contrario: en que describen perfectamente la larga y escarpada ruta que va de un talibanismo sabiniano que unía etnicismo con religión, y de un peneuvismo engreído, insolidario y autocomplaciente, hacia el reconocimiento del valor de la ciudadanía, de la libertad, de la tolerancia y del dolor de los otros. En esa ruta, hay paradas y hasta pasos atrás, del mismo modo que en la época en que era un sumiso miembro de la secta nacionalista hubo saltos hacia delante, como la hazaña de llevar el Guggenheim a Bilbao. Recuerdo otra cena lejana de socialistas ilustrados (de esos que ya no quedan en el partido de Sánchez) que descalificaban ese valiente proyecto museístico llamándolo con suficiencia «el Guggentxu». Todavía Arregi no había fundado Aldaketa y no se había ganado ese fervor sociatilla al que hoy me sumo con matices. Recuerdo, sí, que en aquella época pedí en solitario una calle para el hombre que había puesto al País Vasco en el mapa de la cultura y del arte.
Creo que el valor del testimonio intelectual y vital de Arregi reside en que demostró que el nacionalismo tiene cura. Como creo que ese viaje le llevó a crecer éticamente y a hacerse mejor persona. Se convirtió en un tipo adorable, en un ameno y cálido conversador. Y conoció la piedad: supo dejar de hablar de teología en las veladas de amigos.