Lorenzo Silva-El Español
Agoniza 2022 dejándonos claro que uno de los principales problemas de la especie a la que pertenecemos es la tendencia de una de sus mitades a no aceptar que la otra mitad pesa como poco lo mismo, y que no hay futuro para el conjunto si desde lo individual y desde lo colectivo no se reconoce esa evidencia.
Lo acredita la saña demencial de los varios conciudadanos que se han puesto de acuerdo para deshacerse violentamente de otras tantas mujeres, que en su día tuvieron la poca fortuna de cruzarse en su camino y a las que les faltó la frialdad necesaria para ignorarlos. Calar en cada una de las historias es recoger otras tantas muestras de insignificancia moral y emocional, de mezquindad, cobardía e ignorancia supina de lo que significa ser un hombre más allá de tener la facilidad de orinar de pie.
La acumulación de tragedias, y sus circunstancias, ponen también de relieve algunas carencias en la respuesta social a la violencia que se nutre del tétrico sentimiento de superioridad del macho aturdido, y sobre ellas habrá que reflexionar en semanas venideras. Lo que es seguro es que ninguna pauta válida saldrá de la demagogia vertida sobre los cadáveres aún calientes.
Otra manifestación de ese tosco supremacismo viril, tal vez la más grotesca, brutal y escalofriante que nos ofrece nuestro mundo, es la que vienen desarrollando los talibanes en el poder en Afganistán, y que a estas alturas no requiere mucho más análisis. Su delirio misógino, que tiene como víctimas a todas las mujeres que padecen la desgracia inconmensurable de tener que vivir sometidas a sus atrabiliarias leyes, es una pesadilla que no conoce límites y que sólo puede suscitar el repudio de cualquier persona y cualquier sociedad que se pretenda civilizada.
En estos días han culminado su estrategia de erradicación de las mujeres expulsándolas de las pocas universidades donde se les permitía continuar cursando ciertas carreras. Las hemos visto protestar contra el desafuero, clamar por su derecho a ser y aprender y enfrentarse a las fuerzas de ese orden medieval que las desprecia y disminuye. También hemos visto que su lucha no pasa de suscitar declaraciones de apoyo y de solidaridad, que denuncian y señalan pero nada remedian. Como estas líneas.
Ningún gobernante, ni de los países que ya hacen negocios con los talibanes ni de los otros, ha impulsado iniciativa alguna que pueda propiciar que los dueños de Afganistán reconsideren el atropello al que someten a sus mujeres. Para unos, igual da lo que les hagan; para otros, el asunto es incómodo y existen otras prioridades, otros frentes que prometen más rendimiento.
Y sin embargo, ellas no se arredran, no dejan de clamar contra sus opresores. Su heroísmo al hacerlo no tiene parangón, porque a estas alturas ya saben que a ellas no las va a ayudar nadie: para ellas no habrá donativos, ni drones, ni misiles, ni nada. Están solas, porque su infortunio no sólo es fruto de la ceguera de sus carceleros, sino también de la torpeza ingente de quienes un día se presentaron allí como sus redentores.
Si teníamos el derecho de desentendernos de su suerte, como pretenden quienes afirman que el atraso de un pueblo es su problema, los veinte años de administración del país, bajo la premisa de que éramos capaces de reconstruirlo y reformarlo, nos han privado de esa opción. Cada vez que las expulsan, cada vez que protestan, las afganas nos recuerdan, a quienes tenemos el privilegio de poder hacer todo lo que ellas no pueden, que hay algo que nos avergüenza y con lo que no podemos convivir.
En estos días, ellas son la vanguardia extrema de la causa de la humanidad frente a la oscuridad y la barbarie. Su coraje sólo nos deja una salida: arrodillarnos y pedirles perdón.
Y a partir de ahí, pensar qué más se nos ocurre.