Ignacio Camacho, ABC
Los constituyentes blindaron el texto para evitar la tentación histórica del retoque perpetuo a golpe de bandazo político.
Una constitución no puede ser vieja a los 34 años por más que en España tengamos un notable historial de infanticidios constitucionales que habla mal de nuestra paciencia democrática. Si la del 78 presenta síntomas de desgaste es porque le hemos dado muy mala vida, tensionándola sobre todo por el modelo territorial a base de abusos, sacudidas espasmódicas e incumplimientos sistemáticos. También porque fue parida con un defecto original de cierta generosa ingenuidad propia de aquel tiempo en que la euforia por las flamantes libertades llevó a creer en la lealtad de los nacionalistas. Por lo demás, en décadas tan intensas como las vividas resulta perfectamente lógico que le hayan salido algunas arrugas. El lifting no ha sido posible porque los constituyentes blindaron sus procedimientos de reforma con la mirada puesta en la experiencia histórica; se trataba de evitar la tentación del retoque perpetuo a golpe de bandazo político. Hicieron bien: conviene que el fruto de un gran acuerdo nacional de concesiones mutuas quede preservado de impulsos sectarios y de sacudidas pendulares. Son los jugadores los que deben adaptarse a las reglas del juego.
En los países a los que nos gusta parecernos, los que tienen hábitos democráticos estables, es motivo de orgullo la perdurabilidad del marco de convivencia y de sus normas fundamentales expresas a través de la tradición jurídica. Los problemas de envejecimiento se solventan mediante sentencias interpretativas de tribunales cualificados a los que todo el mundo reconoce sin controversias un papel esencial de arbitraje. Y sólo muy de vez en cuando se procede a cambios puntuales contrastados en un amplio consenso transversal para actualizar ciertas obsolescencias provocadas por la erosión del tiempo. Siempre bajo la misma premisa de que las modificaciones gocen de la misma base de respaldo que el original.
La Carta Magna española no es inmutable pero para tocarla es menester un acuerdo tan amplio como el que permitió darla a luz. Basta observar de lejos la atmósfera política actual para constatar que esa aquiescencia casi general es imposible; el clima de pacto se ha disipado en un desencuentro patente, hay una atmósfera perceptible de desconfianza mutua y los nacionalismos han roto con sus escasas lealtades. A día de hoy una reforma constitucional, incluso la de un modelo autonómico que ha hecho crisis manifiesta, sólo parece posible si se ejecuta contra alguien. Es decir, violentando el fundamento primordial de un texto basado en el pacto de mínimos denominadores comunes.
Hasta que escampe hay que apañarse, pues, con la legislación orgánica y los márgenes de la transacción parlamentaria. Si ni siquiera hay consenso básico para leyes ordinarias —véase el descalzaperros de la reforma educativa—carece de sentido plantearse desafíos mayores. A fin de cuentas, qué son 34 años en una nación multicentenaria.
Ignacio Camacho, ABC