ANTONIO MUÑOZ MOLINA

  • Tras la epidemia de payasadas vandálicas en los museos actúa la inmemorial hostilidad puritana hacia las imágenes mezclada con una simpleza ideológica muy de hoy, que no concede al arte y a la literatura otra legitimidad que la de la propaganda

He vuelto al Museu de Arte Antiga de Lisboa con algo parecido a la ilusión de encontrarme con un conocido que estuviera de visita en la ciudad. La arquitectura del museo y la plaza que hay delante de él son un regalo anticipado de la visita. La plaza del 9 de Abril da a una de esas altas barandas de Lisboa que dominan la anchura del Tajo y se abren hacia el puente 25 de Abril y el horizonte del Atlántico. El jardín del museo da a esa misma vista, y en estos días del otoño tardío el número de visitantes suele ser inferior al de las estatuas blancas de dioses y ninfas.

El antiguo conocido con el que vengo a verme hoy es Poussin: uno de sus dos autorretratos, el de 1650, que suele estar en el Louvre, se encuentra ahora temporalmente en Lisboa, en una exposición más atractiva aún porque consiste en un solo cuadro. En la sobreabundancia y entre las multitudes del Louvre todo tiende a desdibujarse. En este museo de Arte Antiga de Lisboa, tan recogido y silencioso, el autorretrato de Poussin se distingue desde muy lejos, al fondo de la galería principal. Al entrar un vigilante me indica que abra las piernas y separe los brazos y me pasa a lo largo del cuerpo uno de esos detectores de metales con que lo amedrentan a uno en los aeropuertos. Un cartel terminante indica que todos los bolsos y mochilas sin excepción han de depositarse en el guardarropa. En este museo en el que casi nunca hay mucho público los vigilantes son escasos, y suelen tener un aire ensimismado. Delante de la sala donde está el autorretrato de Poussin, en vez de un vigilante normal hay un guardia de seguridad uniformado y alerta.

El retrato posee una extraordinaria cualidad de presencia. Poussin, ligeramente de costado, mira a los ojos al espectador. Tiene una expresión a la vez severa y cordial. En la mirada hay reserva y confianza, una inteligencia muy adiestrada en la observación. En el contorno de los ojos hay un enrojecimiento como de fatiga y desvelo. De pronto, con el recuerdo del detector de metales a la entrada y las miradas de soslayo del guarda de seguridad, caigo en la cuenta de lo fácil que sería dañar irreparablemente este cuadro; de la fragilidad extrema que tiene siempre la pintura, empezando por los materiales de los que está hecha, un trozo de lienzo, unos pigmentos y aceites, un bastidor de madera, un marco. Es asombroso que algo tan precario haya sobrevivido tanto tiempo. Y más asombroso todavía es que, a partir de elementos tan pobres, el talento y la sabiduría técnica y la perspicacia psicológica de un pintor que lleva muerto varios siglos nos interpelen de una manera tan inmediata. Creo que es esa verdad rotunda y ambigua del arte lo que desata el recelo de los doctrinarios y los ideólogos y la ira destructiva de los iluminados. La nobleza objetiva de una causa lamentablemente no excluye de su defensa a algunos imbéciles, ni impide que se cometan desmanes en su nombre. Para reivindicar un derecho tan sagrado como el voto femenino la sufragista Mary Richardson consideró necesario atacar con un cuchillo de carnicero la Venus del Espejo de Velázquez en 1914, en la National Gallery de Londres, no lejos de la sala en la que hace unos días presuntos activistas de una causa igual de legítima arrojaron un bote de kétchup contra Los girasoles de Van Gogh. A finales de octubre, en el Museo de Orsay, una mujer fue sorprendida cuando intentaba restregarse la cara contra un autorretrato de Van Gogh, sobre el que declaró que también tenía pensado tirar un bote de sopa.

La tontería humana es inabarcable, y más en una época en la que sus ocurrencias pueden alcanzar una celebridad universal instantánea. Pero detrás de esta epidemia de payasadas vandálicas contra la pintura en los museos actúa la inmemorial hostilidad puritana hacia las imágenes mezclada con una simpleza ideológica muy de ahora mismo, que no concede al arte y a la literatura otra legitimidad que la de la propaganda, y que aspira a una completa depuración redentora y policial del pasado, queriendo eliminar de él todo lo que no concuerde con las directrices oficiales del presente. La tradición literaria y las colecciones históricas de los museos se han convertido en abominables repertorios de sexismo, de misoginia, de homofobia, de colonialismo, de racismo.

No hay duda de que el sello de todas esas lacras es indeleble; tampoco de que la causa de la igualdad y de la justicia es tan perentoria como la movilización efectiva contra el cambio climático. En Irán centenares de miles de mujeres se sueltan literalmente el pelo y se niegan con gallardía a seguir sometiéndose a los dictados tenebrosos de los clérigos. En el norte de Canadá las comunidades indígenas se organizan para preservar los bosques boreales que fueron durante siglos el hábitat de sus antepasados. Museos importantes de Europa se comprometen a devolver a los países africanos obras de arte que fueron robadas a mano armada en los años del expolio colonial. Habrá mejores maneras de defender la limpieza del aire y el fin de los combustibles fósiles que tirar botes de salsa de tomate contra algunas de las obras más bellas, más perfectas, más estremecedoras que ha concebido la imaginación humana.

Sigo mirando el autorretrato de Poussin y me acuerdo de la calificación inapelable y más bien zoológica que descubrí por primera vez en una universidad americana en los primeros años noventa: Poussin es, desde luego, varón, y blanco, y europeo, y muerto. Dead White European Male. En la Roma lujosa y corrupta del despotismo papal, Poussin labró para sí mismo una independencia de artista solitario, apartado del mundo clerical y cortesano, cultivando una cautelosa libertad de espíritu inspirada en los estoicos antiguos. No era, como Velázquez en la corte de Felipe IV, un sirviente cualificado, sino un pintor de prestigio que se trataba de igual a igual con los pocos clientes escogidos para los que trabajaba, como este Paul Fréart de Chantelou que quiso tener su retrato, y con el que se escribió cartas llenas de confianza y de viveza intelectual a lo largo de los años. Una obra maestra nos desconcierta y nos intriga porque pertenece a su tiempo, no al nuestro. No busca seducirnos, ni persuadirnos con su ingenio o con su oportunidad. No sabe que existimos. Nosotros tenemos que hacer el esfuerzo de aproximarnos a ella. Es en sí misma una celebración de la sensibilidad y el trabajo que la hicieron posible. Su excelencia nos estimula, y también nos pone en nuestro sitio, y por lo tanto puede despertar nuestro resentimiento. No es el vehículo abstracto de un “contenido”: es un objeto material, hecho por el esfuerzo y la destreza de personas capaces, y su sentido es tan hondo y sutil que no puede ser reducido a ningún mensaje, ni siquiera a la intención explícita de quienes la encargaron. La mirada severa y serena de Poussin refleja nuestra común humanidad igual que la mirada de trastorno del último Van Gogh. Que a alguien se le ocurra reivindicar algo tirándoles un bote de sopa o de salsa de tomate a cualquiera de las dos sugiere una alianza muy de estos tiempos entre el fanatismo y la frivolidad. Y hasta es posible que algún teórico o experto califique esas hazañas de obras de arte radicales por sí mismas, performances rompedoras.