EL MUNDO 15/10/14
VICTORIA PREGO
Lo que más importa del regate que ayer hizo el presidente de la Generalitat no es que desmintiera de un plumazo y con total descaro sus constantes afirmaciones de que la consulta convocada para el 9-N iba a ser el episodio con mayor trascendencia histórica desde que Wifredo el Velloso gobernaba los condados catalanes.
Tampoco es lo que más importa el que esta nueva fórmula se haya convertido en una feria de frivolidad en la que cualquiera con un DNI que diga que ha nacido en Cataluña pueda ir recorriendo los puestos habilitados con unas urnas y votar tantas veces como se le antoje.
Ni siquiera lo es que Artur Mas tenga la increíble pretensión de utilizar esa nueva versión de las manifestaciones callejeras como una prueba de la voluntad popular de los catalanes que ha de asombrar al mundo y vencer la resistencia del Gobierno de España. Ni que no haya modo de controlar la veracidad de los resultados de esa cosa porque la exigible neutralidad de quienes han de contabilizar esos votos está completamente descartada. Ni, en definitiva, que lo que propone Mas sea una chapuza ridícula e impresentable que debería darle vergüenza a cualquier demócrata no irremediablemente abducido por los tramposos efluvios del ensueño independentista.
Aquí lo importante es que el señor Mas no puede de ninguna manera salir ganador en esta apuesta. Y eso sería lo que ocurriría si, al final, la Generalitat consiguiera hacer efectivamente a la población las mismas preguntas que ya intentó hacer a través de esa Ley de Consultas que el Tribunal Constitucional ha suspendido. Eso podría suceder si, a base de no firmar ningún decreto, Mas optara por convocar la farsa a través de una rueda de prensa. Pero tal acción constituye una desobediencia a los tribunales, puesto que es un intento de eludir la suspensión de la ley y del decreto buscando una vía de escape que le permita llegar al sitio que anteriormente tenía previsto y al que le han prohibido llegar. Y por eso sería también un fraude de ley como una catedral porque se ampara en una norma existente para conseguir por otro procedimiento un objetivo que es contrario a la ley.
Y es precisamente ese objetivo el que no tiene cabida en una democracia constitucional como la española. Primero, porque una parte de los ciudadanos de un Estado no tiene el derecho a decidir el futuro de ese Estado privando a los demás ciudadanos del mismo derecho. Y segundo, porque la Generalitat de Cataluña no tiene las competencias para hacer esas dos preguntas, se hagan en el formato en que se hagan. Esta es la cuestión, que esas dos preguntas Mas no las puede hacer a los catalanes. Ya puede declarar que tiene que ocultar sus cartas para no alertar a su «adversario», en lo que constituyó uno de los momentos más lamentables de su rueda de prensa: el final ha de ser el mismo. El Gobierno tiene que tener a punto todos los recursos para atajar de plano la picaresca del señor Mas en un asunto de tanta trascendencia. Sea una decisión administrativa, sea un decreto de convocatoria de última hora, sea lo que sea, esas urnas no se pueden poner. Aunque no valgan para nada.