José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
Ada Colau pone una vela a Dios y otra al diablo. Se proclama no independentista pero vota en el simulacro del 1-O
John Hoffman, el primer ejecutivo de GSMA, empresa organizadora del Mobile World Congress, se desayunó ayer con unos elocuentes titulares. Merece la pena reproducirlos. Primero los periódicos catalanes: “El Rey reclama compromiso institucional con el Mobile” (‘La Vanguardia’), “El Rey pide unidad institucional frente al plante soberanista” (‘El Periódico’). Ahora, los diarios de Madrid: “El boicot al Rey amenaza el futuro del Mobile en Barcelona” (‘El País’), “El Rey insta a la unión institucional para que el Mobile siga en Barcelona” (‘ABC’), “El desplante secesionista al Rey amenaza el Mobile en Barcelona” (‘El Mundo’), “El Mobile, al Gobierno: ‘Bromas, las justas” (‘La Razón’). Y por fin, los económicos: “El Rey apela a la unidad para mantener el Mobile en Barcelona” (‘Expansión’), “El Rey salva la imagen del Mobile” (‘El Economista’), “El Rey Felipe advierte de que la continuidad del evento exige cooperación institucional” (‘Cinco Días’).
Todos esos titulares, que no glosan precisamente el MWC como el gran encuentro tecnológico mundial en la Ciudad Condal, debe agradecerlos la ciudad de Barcelona, y la economía de Cataluña y del conjunto de España, a Ada Colau, que decidió dar la nota —como acostumbra— plantando al jefe del Estado en la recepción de la cena de bienvenida el pasado domingo. Cuando el MWC decida marcharse, habrá que echar mano de la hemeroteca y Ada Colau será un calco de Artur Mas, cuando en 2015, en un mitin, aseguró porfiada y altaneramente que las empresas no se irían de Cataluña. Tres años después, no queda ni una que cotice en el Ibex y han cambiado su sede social y su domicilio fiscal a centenares. Apostar por el ‘procés’ y su secuelas —es decir, enfrentarse al Estado de derecho español— es un comportamiento destructivo. Nos lamentaremos cuando el MWC se vaya de Barcelona. Que, dadas las circunstancias de su celebración este año y las perspectivas por las que podría discurrir la política catalana, no sería improbable tomase rumbo a otra ciudad, pese a que su organización está vinculada a la capital catalana hasta 2023.
La alcaldesa de Barcelona (11 concejales de 41) era una eficaz activista, una excelente agitadora, pero como responsable del ayuntamiento de la capital de Cataluña está siendo un fiasco. Ada Colau cumple con precisión relojera el principio de Peter, según el cual todo empleado tiende a ascender hasta su nivel de incompetencia. Colau era buena en lo que hacía, pero elevadas sus funciones a las de la alcaldía de la segunda ciudad de España ha alcanzado su nivel máximo de incompetencia. El ejemplo bien podría consistir en la forma temeraria en que ha puesto en riesgo el MWC en Barcelona. Pero hay demasiados episodios en su reciente trayectoria como para quedarse solo con esta metedura de pata, con esta inoportunidad y con este oportunismo.
El grave problema de la alcaldesa de Barcelona no consiste solo ni principalmente en que durante su gestión la Ciudad Condal ha ralentizado su desarrollo —desde el turismo hasta la construcción de viviendas— sino que, además, no ha resuelto ni uno solo de los problemas de la urbe, que no son menores. Y ha creado otros, innecesarios. Lo peor de la alcaldesa es que, además de haber perdido la confianza del consistorio el pasado 2 de febrero, con el consiguiente rechazo a los Presupuestos municipales, ha politizado la gestión municipal hasta la exasperación. Colau ha venido haciendo los coros al independentismo (metáfora de Manuel Cruz en su artículo del pasado sábado en este diario) hasta conseguir frustrar las expectativas de su partido, Catalunya en Comú, que, con Podem, obtuvo en las elecciones del pasado 21-D ocho escuálidos diputados, muy lejos de las expectativas creadas. Sus potenciales electores no sabían si los comunes y los morados (sus aliados) estaban aquí o allí. El ‘colauismo’ es gaseoso.
Lo peor de la alcaldesa es que, además de haber perdido la confianza del consistorio, ha politizado la gestión municipal hasta la exasperación
Ada Colau pone una vela a Dios y otra al diablo. Se proclama no independentista pero vota en el simulacro del 1-O; dice acatar la ley y las resoluciones de los jueces pero se exhibe con los familiares de los presos del ‘procés’, a los que considera —como Torrent— ‘presos políticos’. Afirma ser una cosa y se comporta como la contraria. Busca el favor de unos y de otros como si en política el meollo de la cuestión no consistiese en optar. Colau es una mujer de cálculo corto. Rompió la coalición en el ayuntamiento con el PSC en el mes de noviembre con una única intención electoral. El tiro también le salió por la culata. A estas alturas, ya debe saber que los independentistas la utilizan pero no la quieren y que lo que desean es expropiarla de la alcaldía en mayo de 2019 proponiendo a los barceloneses una lista conjunta de ERC y PDeCAT.
A Colau se le escapan sus más queridos objetivos políticos, mientras chapotea en la ambigüedad y demuestra que el principio de Peter ha encontrado en ella la concreción práctica de su teorización. La ocurrencia de hacerse notar —y aplaudir por el independentismo— plantando al Rey es un recurso facilón y demagógico que, como ocurre últimamente, consigue lo opuesto a lo que parece proponerse: Felipe VI (“Yo estoy para defender la Constitución y el Estatuto de Autonomía”) es ahora más jefe del Estado que antes del 3 de octubre y mucho más tras el desplante de Colau. Que al monarca le importará bastante menos que a John Hoffman.