Rubén Amón-El Confidencial
- Sánchez ha recurrido al veneno terapéutico para desinflamar Cataluña, pero el abuso de la dosis emponzoña la democracia española
Dosis sola facit venenum. La sentencia es de Paracelso, alquimista de origen suizo y místico enterrado en Salzburgo, cuya erudición en las artes de la toxicología le condujo a decir, en efecto, que «solo la dosis hace el veneno». La ciencia de nuestro tiempo le ha corregido a medias, pero tanto vale el aforismo de Paracelso como expresión de la terapia que pluriemplea Sánchez para envenenar el sistema sin llegar a parecerlo del todo.
El veneno puede ser curativo en determinadas circunstancias y medidas. Y letal cuando se administra o se consume en exceso. Quiere decirse que el doctor Sánchez ha recurrido a fórmulas tóxicas tolerables para desinflamar la crisis de Cataluña —es la versión ortodoxa del Gobierno y de sus rapsodas— y que ahora está socavando el sistema de tanto emponzoñarlo.
La dosis de la que hablaba Paracelso se le ha ido fuera de control, no solo porque prevalezcan los intereses de sus aliados soberanistas, sino porque desnutre y martiriza el hábitat de una democracia aseada.
Sánchez ha reventado la separación de poderes. Ha tiranizado las instituciones. Ha humillado al TC. Y ha expuesto el Código Penal a la subasta de sus meros intereses parlamentarios. Empezando por la amnistía encubierta a los camaradas que han incurrido en delitos de corrupción y que Sánchez indulta en el contexto a medida del soborno indepe.
El problema es la salubridad del sistema. Y la tolerancia de los votantes a las aberraciones, siempre y cuando Sánchez no haya logrado anestesiarlos. O siempre y cuando el transcurso del tiempo y la amnesia colectiva no vayan desdibujando la gravedad de la agresión a las reglas del buen gobierno.
Podría objetarse que la alternativa de Feijóo a hombros de Vox resulta inaceptable, pero ocurre que la degeneración del sanchismo es un problema en sí mismo. Sobrepasa las cuestiones ideológicas, los bandos. Y coloca al electorado delante de una pregunta inexcusable: ¿hasta dónde puede aceptarse la continuidad de un Gobierno que cuestiona el imperio de la ley, la separación de poderes, la Constitución y la solidaridad territorial?
Sánchez envenena la nación como remedio y cautela de su propia salud. Y es verdad que las encuestas penalizan su cesarismo y su tremendismo, pero lo hacen de manera compasiva. Aspira el presidente a redimirse en la eficacia de las medidas económicas. Espera afrontar las municipales y autonómicas desde un estado de ánimo general más propicio a su paternalismo ventajista.
El veneno de Sánchez corrompe la salud de la democracia española. Y el aumento de las dosis no hace otra cosa que desahuciarla, aunque Sánchez trata de demostrarnos la extraordinaria fertilidad de sus crisantemos.
Es la flor que identifica los ritos funerarios. Y la protagonista de una película de Zhang Yimou cuyo título, La maldición de la flor dorada, alude precisamente a la falsa apariencia de una planta hermosa… que contiene semillas venenosas. Exhibe esplendor, pero aloja la muerte. Por eso Yimou la relaciona con la alegoría y herencia de un poema milenario: «El oro y el jade van por fuera, lo podrido y lo decadente van por dentro».
El bonapartismo pintoresco de Sánchez y las últimas atrocidades —no hay forma de llamarlas de otra manera— explican que el líder socialista represente contemporáneamente el sistema y el antisistema. Es a la vez presidente del Gobierno y el principal saboteador del Estado. Y lleva en sus manos un ramillete de crisantemos, porque la rosa del socialismo no la resucita ni Paracelso. Es un cuento de Jorge Luis Borges y una alegoría de la fe. Tenerla no requiere de pruebas. Por eso el viejo Paracelso se resistió a obrar el milagro que le reclamaba un discípulo: «Demuéstrame que puedes devolver a la vida la rosa que acabo de arrojar al fuego». Y no lo hizo el sabio. O sí lo hizo, cuando el ambicioso alumno ya se había marchado.
Sánchez ha llevado a la hoguera sus principios y los principios, ha arrancado al PSOE el símbolo de la rosa a merced de las espinas. La naturalidad con que socava la democracia redunda en una concepción del poder arbitraria y feroz que solo puede detenerse en las urnas, no por entusiasmo hacia lo que viene, sino por intransigencia con lo que hay.