Antonio Casado-El Confidencial
- Nadie está libre de pecado en un contexto cargado de agresiones e insultos de ida y vuelta, a derecha e izquierda
La política española bate sus propias marcas de enfrentamiento y banalización con las zafias agresiones verbales proferidas por una concejala de Ciudadanos y una diputada de Vox contra la ministra de Igualdad, Irene Montero. Agresiones odiosas, abominables, injuriosas, machistas y, sobre todo, de mal gusto. Eso retrata a las agresoras.
Puedo quedarme en tierra de nadie por afrontar el asunto sin prejuicios partidistas. Pero la aproximación al caso quedaría coja si desvío la mirada a un contexto cargado de insultos de ida y vuelta, a derecha e izquierda, donde nadie está libre de pecado. Empezando por la propia ministra, víctima de una violencia política que ella misma ejerce o ha ejercido. ¿O no hay violencia en sus agresivas referencias al machismo o la incompetencia de los jueces españoles?
Sin que pretenda justificar las execrables referencias de la diputada Toscano y la concejal Herrarte al padre de los hijos de la ministra, al que las agresoras presentan como valedor decisivo de la escalada política de Irene Montero, tengo que glosar la «naturalización del insulto» pregonada en su día por el propio Iglesias Turrión.
El exvicepresidente del Gobierno recoge lo que siembra desde que en sede parlamentaria (marzo 2016) denigró al histórico dirigente socialista y expresidente del Gobierno, Felipe González: «Tiene el pasado manchado de cal viva».
Ocho años antes de que la concejala de Ciudadanos y la diputada de Vox atribuyeran la promoción de Irene Montero a un macho alfa, ese mismo macho alfa había arrojado la misma pedrada contra la entonces alcaldesa de Madrid, Ana Botella, «por ser esposa de» (en referencia a José María Aznar).
«Ese mismo macho alfa había arrojado la misma pedrada contra la entonces alcaldesa de Madrid, Ana Botella, ‘por ser esposa de'»
Hablo del mismo Iglesias que no hace mucho tiempo bromeaba con el corte de cabelleras de unos policías municipales que acabarían en una hoguera ritual con Monedero, Echenique y las vestales de Podemos lanzando alrededor. Seguro que, a las esposas, los hijos y las madres de los agentes no le hizo tanta gracia como a los compañeros de la ministra.
Pero, insisto, el caldo de cultivo está creado y a Iglesias le han salido imitadores. Los de Vox no consiguieron declararle persona non grata, pero su dirigente, Ortega-Smith, aprovechó la ocasión para llamarle «miserable», «payaso» e «indecente», mientras la presidenta de la Comunidad de Madrid, Díaz Ayuso, acusaba a Pedro Sánchez de querer meter en la cárcel a la oposición y Gabriel Rufián (ERC) celebraba el borrado de la sedición como una derrota de los «jueces fascistas».
Es lo que hay. Las acusaciones de «fascistas» y «comunistas» suenan cada día con el atrevimiento propio de la ignorancia.
Ni en tiempos más recios que los actuales se recurría al juego sucio y la falta de respeto al adversario, como está ocurriendo ahora. Y cuando aparecía el insulto o la descalificación, al menos eran más creativos. Ahora el insulto, el exabrupto, la soflama sustituyen al argumento y la exposición razonada.
Al líder del PP, Núñez Feijóo, le oí decir hace unos días que «el insulto revela la debilidad de quien lo utiliza». También es una forma de insultar atribuir al presidente del Gobierno la decisión de alinearse con violadores y separatistas (¿signo de debilidad?). Aunque es cierto que el desparpajo de su soflama es comparable a la temeraria firmeza con la que Pedro Sánchez denuncia la existencia de una conjura mediático-empresarial dispuesta a frenar los avances progresistas de su Gobierno.