Amaia Fano-El Correo

Hace un par de días me subí a un taxi y el conductor, sin pudor ni prudencia, como quien se dispone a hablar del clima o el tráfico, decidió romper el silencio para comentar las noticias de la radio que en ese momento daba cuenta de la bronca política por el boicot a La Vuelta, proclamando solemne su convicción de que Netanyahu era un genocida y de que para arreglar este mundo lo que hacía falta era… «¡fusilar a todos los fachas!».

Durante todo el trayecto insistió en su tesis, brutal y resuelto, seguro de estar plantado «en el lado correcto de la historia», como si no estuviera haciendo él mismo un llamado al genocidio por razones ideológicas. El caso es que su visceral propuesta me dio qué pensar, por la normalidad y seguridad con que la argumentaba y porque ese pensamiento bárbaro, moralmente contradictorio y en su más pura esencia fascista, esa pulsión violenta y guerracivilista que cada día se expresa con más desparpajo, es un síntoma irracional y aterrador del virus del odio que llevamos años incubando desde la política y el periodismo, del que la derecha y la izquierda se benefician electoralmente, al tiempo que se hacen mutuamente responsables.

La polarización no es nueva, pero sí lo es su creciente grado de toxicidad que pone en riesgo la salud y la calidad del debate público.

En una época que glorifica el extremismo, ser moderado y procurar ser ecuánime –que no equidistante– resulta sospechoso. Aquí lo que da réditos es la furia, la espuma por la boca y los ojos inyectados en sangre. Vivimos tiempos feroces y fanatizados, en los que la palabra se emplea como arma arrojadiza y el debate deviene en batalla campal. Tiempos de juicios morales sumarísimos en los que conviene estar alineado y al mismo tiempo la significación ideológica funciona como una ruleta rusa que empieza a cobrarse sus primeras víctimas.

El reciente asesinato del activista conservador Charlie Kirk en una universidad estadounidense y el del candidato liberal colombiano Miguel Uribe Turbay, ejecutados de un único tiro de gracia certero, hacen parte de lo mismo. Tras cada asesinato de este tipo hay una advertencia implícita: cíñete a nuestro argumentario o podrías ser el siguiente. En Euskadi conocemos bien esa lógica macabra.

No importa desde qué orilla se mire, dispararle a un oponente ideológico –no sólo con balas, también con etiquetas infamantes, intentos de cancelación y linchamientos mediáticos que matan en vida– es cruzar una línea que ningún país civilizado debiera tolerar. Y, sin embargo, todos tenemos algo de sangre en las manos. Porque, todos, en algún momento, hemos compartido el meme que degrada y hemos celebrado la humillación de aquel con quien no estamos de acuerdo, olvidando que la democracia vive del disenso y que la libertad de expresión es un derecho que debe ser protegido sin excepciones, matices ni sectarismos, sobre todo cuando se ejerce desde posiciones impopulares o incómodas.

Cuando el disenso se vuelve amenaza y se procura silenciar al discrepante, la democracia se debilita. Y de ahí ya no se vuelve indemne.