GABRIEL ALBIAC-EL DEBATE
  • El golpe de Estado en Cataluña fue una insurrección arcaica. No sacaron los de Puigdemont y Junqueras tanques a la calle, porque no los tenían. Salvo por eso, toda la gran máquina escénica de masas callejeras y de leyenda hecatómbica fue puesta en juego

Es un bello hallazgo de T. S. Eliot en 1925: «Así es como acaba el mundo, / así es como acaba el mundo, /así es como acaba el mundo. / No en un estallido, sino en un sollozo…» Nada que importe a nuestras vidas sucede en el estruendo. El estruendo es tan sólo la grandilocuente pantalla que aleja la mirada del lugar en donde las cosas graves despliegan estrategias inaudibles. No en el ruido ni en la furia se juegan nuestras vidas. Ruido y furia son diversiones que camuflan, exuberantes, el estepario horizonte que acabó por envolvernos.

Releo «Los hombres huecos». Y me sorprendo atisbando hasta qué punto aquello de lo cual está tejido lo más delicado de nuestras vidas –y lo más precioso para cada uno– reaparece igual en los trances menos líricos, en los más ásperos del afán humano. Somos, no vale en esto engañarnos, esos curiosos mamíferos a los que el habla dota de la dudosa virtud de hacer metáfora con cualquier cosa: la más inefable, como la más horrible; el instante de luz que conmociona, como el flujo inagotable de estupidez al cual llamamos política.

«Así es como acaba…» Tras haber reducido a cenizas lo poco que quedaba de un centenario partido –que yo no estimo especialmente– llamado PSOE, Pedro Sánchez Pérez-Castejón y su banda de parientes y acólitos llevan muy avanzado ya un prolijo y bien medido proyecto de golpe de Estado. Silencioso. Sin grandes aspavientos, sin estruendo. Todo acorde con lo que describe el primero –y el más fino– de los teóricos del «Coup d’État» en el siglo XVII, Gabriel Naudé: «suceda todo en el silencio y la penumbra, como el rayo que fulmina antes de que pueda ser oído el trueno».

El golpe de Estado en Cataluña fue una insurrección arcaica. No sacaron los de Puigdemont y Junqueras tanques a la calle, porque no los tenían. Salvo por eso, toda la gran máquina escénica de masas callejeras y de leyenda hecatómbica fue puesta en juego. Muy al modo de aquellos pronunciamientos de espadones en la España del XIX. O, más aún, de aquellos hilarantes –sangrienta hilaridad– caudillos de florida bullanga caribeña, retratados por Carpentier, Asturias o Vargas Llosa. Fracasaron Puigdemont, Junqueras y demás sardanistas insurrectos. No podía suceder de otra manera. No se hace un golpe ya tan a lo bestia ni en el último bantustán centroafricano.

Le lección la aprendió Sánchez. Quien pone en marcha ahora un golpe de Estado de verdad, un golpe de Estado moderno. Sin un tanque. Sin un grito. Sin un machacamiento de escaparates ni de jeeps de policía. Tan sólo con el medido uso arbitrario de las instituciones para dar muerte al Estado que sobre ellas se sustenta. Parlamento y Tribunal Constitucional en primer lugar. Y la máquina de hacer decretos funcionando a toda prisa.

¿Hay algo que pueda parar el golpe? Sólo hay dos líneas de resistencia. Y eso lo sabe Sánchez como lo sabe cualquiera.

Una muy tenue es la que ofrece la última prensa todavía no adquirida por el gobierno y sus gerifaltes financieros. Para esos últimos supervivientes de la ya casi extinta libertad de expresión, está ya en ciernes la nueva ley de prensa, cuya eficacia haga morir de envidia a la tosca represión del último franquismo.

La otra línea a romper es mucho más compleja: la voladura de lo que, pese a una larga ofensiva, queda aún en pie del poder judicial autónomo. Con Koldo y Ábalos en el estribo del abismo por un atraco obsceno en tiempo de terror pandémico; con la esposa y el hermano de Sánchez Pérez-Castejón a la espera de rendir cuentas judiciales; con el golpista Puigdemont amenazando a todos si un juez intenta pedirle cuentas por el dinero robado para el golpe…, todo en España va a jugarse en esa última instancia de los tribunales. Si es que llega a jugarse. Si es que, antes, el gobierno no consigue destruir definitivamente cualquier amago de independencia de la justicia española. Va a intentarlo, nadie lo dude. No le queda otra alternativa.

No, tampoco a los golpes de Estado los anuncia un sonoro estallido. La muerte de las democracias se consuma en un susurro de papeles timbrados. Y aún mejor, si el estruendo veraniego lo hace aún menos audible. Así mueren, sí, las democracias. Suicidándose.