Arcadi Espada-El Mundo
RICARDO COSTA fue destituido hace nueve años de todos sus cargos en el Partido Popular. Se resistió como pudo, larga y duramente. Tenía motivos. De sus delitos, ayer confesados, solo había el indicio de unas confusas escuchas telefónicas. Y él proclamaba su inocencia. Fue destituido por las apariencias, sin estar aún imputado, en una decisión que tomó la dirección del PP contra el criterio del partido en Valencia y de su máximo responsable, Francisco Camps. Hasta hace una semana Costa debió de soportar el notable cargo de conciencia de haber engañado a todos durante tantos años: en especial a sus compañeros y a jueces y fiscales. Pero no parece que haya sido la carga moral, al fin insoportable, lo que le haya llevado a la confesión, sino la amenaza de una larga cárcel. Costa espera que los jueces se apiaden de él y reduzcan su pena en vista de su reconocimiento de los hechos. Pero como ya le sucediera a Álvaro Pérez, Costa ha creído necesario descargarse de más y ha implicado a personas que ya no podrán ser juzgadas. Entre ellas, Camps.
Poco sé sobre las intenciones de Costa; pero no están provocadas por una súbita e irresistible pulsión de verdad. En ese caso, el honrado delator habría dado detalles convincentes e irrevocables y su declaración no pasó de un banal, mas infame, «ese lo sabía todo». Una frase, por cierto, que pronuncia en las escuchas telefónicas uno de los acusados, y que, obviamente, nunca tomó en cuenta el juez para incorporar a Camps a la causa. La conciencia de Costa sabrá las razones por las que ha arrastrado vanamente por el fango a su presidente Camps y a su antiguo mentor Víctor Campos. Pero esa conciencia afronta dos heridas importantes. La primera es el carácter diabólico de una acusación envuelta en una confesión. Por simpatía, a una acusación en tal membrana no se le exige rigor fáctico. El que confiesa adquiere una autoridad letal, como sabe bien el escritor de memorias que se hunde primero y personalmente en el fango para hundir después, ¡con toda la autoridad!, a cualquier bicho viviente. La segunda son los antecedentes mediáticos, mucho más importantes que los penales. Costa no podía ignorar que cualquier acusación a Camps, por menos fundamento que tenga, se clava sobre el primer mediatizado de nuestra época como el cuchillo en la mantequilla.
La delación de Costa tiene, por último, un problema técnico: solo está fundada en su crédito como hombre. Y hasta que no pasen al menos nueve años es improbable que alguien se plantee la posibilidad de creerle.