Esos que se denominan progresistas a sí mismos «sin tener en cuenta las leyes de la caballería» –como escribió en una de sus viñetas Andrés Rábago «El Roto»– nos tienen acostumbrados a un permanente juicio maniqueo acerca de todo tipo de asuntos políticos. Lo esencial de su pensamiento es la asimetría con la que distinguen entre los propios y los extraños, entre los suyos y los otros. Gobernar, por ejemplo, con el único remanente del franquismo que queda en España –me refiero, naturalmente, al exsindicalista vertical Revilla– o apoyar una investidura en los votos de Bildu –auténtico residuo político del terrorismo nacionalista– es magnífico; pero hacerlo con Vox resulta imperdonable.
Lo mismo pasa con el asunto de los abusos a menores, que cuando afectan a los progresistas son poca cosa; pero si el abusador es del lado derecho, el escándalo se magnifica. También en el tema de los enseres sanitarios: si a un gobierno de derechas le timan es porque es deshonesto; pero si es de izquierdas no pasa nada. Claro que si en la UGT hay una empleada –por lo demás, hija de una diputada socialista– que se lleva los dineros del paro al bolsillo, la solución es que su mamá haga mutis por el foro. Hace unos años hice un estudio cuantitativo sobre esto de la corrupción entre 2000 y 2014, poniéndolo en relación al poder político. Los indicadores mostraban un empate entre el PSOE y el PP, pues aunque éste le ganaba a aquel en cuanto a los imputados por millón de votantes, lo contrario ocurría con el número de procedimientos judicializados. Eso sí, del análisis se desprendía que las dos organizaciones más orientadas por la corrupción eran el GIL del don Jesús homónimo y la Unión Mallorquina –que curiosamente, mientras hacía negocios sucios, gobernó con el PSOE en Mallorca–.