PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO-El Correo
El derecho a decidir siempre será el de una élite que alimenta, organiza y dirige todo el proceso y no el de los ciudadanos en su conjunto, que irán a votar lo que se les ponga por delante
Apropósito de la discusión organizada para el siguiente tramo de legislatura en el Parlamento vasco sobre lo que unos llaman nuevo estatus y otros derecho a decidir y otros simplemente reforma o actualización del Estatuto de Gernika, aparecen expuestas las conocidas posiciones tanto de nacionalistas –más o menos radicales, unos con su derecho a decidir puro y duro, otros con su circunspecto nuevo estatus bilateral– como de no nacionalistas, sin olvidarnos de los que no dicen ni que sí ni que no, sino que ya veremos. Pero en todos los casos, en particular en los más interesados por darle la vuelta al calcetín y convertir el actual Estatuto en antesala de una futura desconexión con el resto de España, se dan por hechas unas posturas que no solo se quieren situar todas al mismo nivel de legitimidad política, sino al margen de la historia que nos ha llevado hasta ellas.
Colocar al mismo nivel de legitimidad la aspiración a la independencia, por un lado, y la pretensión de continuar ligados al resto de España, por otro, quiere convertir en cosa hecha y aceptada por todos lo que no deja de ser una aspiración sobrevenida –la nacionalista– que altera expresamente el estatus preexistente. Esa igualación de partida querida por el nacionalismo se consigue, como es obvio, anulando cualquier apelación a la historia que nos ha traído hasta aquí. El nacionalismo solo recurre al pasado para hablar de una nación oprimida por la historia, pero siempre rehúye dar cuenta del pasado del propio nacionalismo como movimiento político, de su origen relativamente reciente –comparado con la historia del Estado del que se quieren desvincular– y de las circunstancias históricas que explicaron su aparición y desarrollo.
Y eso es precisamente lo que les debería interesar remarcar a los no nacionalistas en esta discusión, para no verse sobrepasados por la lógica independentista: cómo fue posible que dentro del Estado aparecieran movimientos que pretenden desanexionar una parte de su territorio. Porque es que para el Estado los nacionalismos siempre constituirán una anomalía, no una realidad perfectamente legítima y legitimada.
Por otra parte, los teóricos del derecho a decidir –que significa, como es sabido, ni más ni menos que la apropiación en exclusiva de la soberanía sobre una parte del territorio del actual Estado– introducen el concepto de defensa de una identidad colectiva para reafirmar su aspiración a la independencia. Pero a estas alturas cabe afirmar dos cosas al respecto. Una: que esa identidad colectiva que se quiere defender dispone, en las circunstancias políticas actuales, de todas las herramientas necesarias y suficientes no solo para mantenerse sino para seguir prosperando. Y dos: que es muy improbable que en una situación de independencia absoluta estuviera mejor defendida. Pensemos en el gaélico en Irlanda, una vez conseguida la independencia ya no interesaba mantenerlo como ariete de la diferenciación y quedó convertido en pieza de museo.
El derecho a decidir siempre será, en cualquier caso, no el de los ciudadanos en su conjunto –que irán a votar lo que se les ponga por delante–, sino el de una élite que alimenta, organiza y dirige todo el proceso. De lo que se trata aquí –y yo solo puedo hablar como ciudadano– es de si nos interesa o no cambiar de élite; esto es, decidir que otra élite, desvinculada de la anterior, dirija a partir de ahora nuestras vidas. Y para ilustrar lo que digo traeré un ejemplo histórico.
Este año se cumple el 370 aniversario de la Paz de Westfalia. En 1648 España dejó de ser la poderosa e influyente potencia imperial que había sido el siglo y medio anterior y empezó su decadencia. Con aquel tratado, además, se consolidó el principio europeo de soberanía nacional. España, como Estado independiente y soberano, sufrió a partir de ahí tres guerras que la fueron despojando de todo su imperio y reduciéndola a los límites de lo que hoy es.
La primera fue la Guerra de Sucesión, a principios del siglo XVIII, que instauró la dinastía Borbón y que dejó sin fueros a los territorios de la corona de Aragón, Cataluña incluida. Los territorios vascos y Navarra, como es sabido, los mantuvieron porque apoyaron a Felipe V. En aquel entonces Francia y Gran Bretaña dirimieron sus diferencias sobre suelo español y nos quedó de recuerdo la pérdida de Gibraltar. La segunda guerra fue la conocida como de la Independencia, pero que en realidad fue de nuevo una lucha entre Francia y Gran Bretaña por la supremacía europea: Francia perdió porque tuvo que distraer parte de sus fuerzas en su frente oriental y España continuó así su decadencia perdiendo todas sus colonias. Y la tercera y última fue la conocida como Guerra Civil, donde Francia y Gran Bretaña decidieron dejar caer una Segunda República sovietizada, y en la que Alemania e Italia hicieron el resto. Después fue Estados Unidos el que, con la instalación de sus bases militares, convirtió en vitalicio el régimen franquista.
Este ejercicio de crudo realismo demuestra la capacidad de decidir sobre su identidad que ha tenido España, con su soberanía, desde 1648 hasta hoy, y dentro de ella los territorios sobre los que los nacionalistas reclaman supremacía. ¿Alguien puede sostener, con un mínimo de seriedad y responsabilidad, que en una hipotética Euskal Herria independiente, rodeada de los dos estados de los que se tendría que desgajar, sus ciudadanos disfrutarían de una perspectiva más halagüeña?
PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO Profesor de Historia del Pensamiento Político en la UPV/EHU