Ignacio Camacho-ABC
- La ministra de Defensa vive la contradicción insalvable de defender un Estado que su jefe ha entregado al desguace
A Margarita Robles la sostiene en el Gobierno la próxima cumbre de la OTAN. Los trompeteros del sanchismo proclaman lo mucho que la aprecia el presidente y todo lo que éste le debe desde los tiempos de la batalla contra Susana Díaz, pero más apreciaba y debía a Ábalos y ahí lo tienen calentando escaño. El bloque de la investidura, esa anómala colección de sediciosos indultados, insurgentes callejeros, exterroristas sin arrepentir y provocadores incendiarios, ha aprovechado el confuso ‘affaire Pegasus’ para ponerle la proa a la única ministra que no se avergüenza de defender la estructura del Estado. (Aunque cuesta entender que no abandone por su propia voluntad un Gabinete donde su posición radicalmente minoritaria la convierte en un ‘bicho raro’). Y los mismos colegas de su partido la dejaron sola el miércoles en el Congreso para filtrar luego que al encararse con los independentistas como un verso suelto había puesto en riesgo la estrategia oficial de apaciguamiento. Si aún sigue en el Ejecutivo es porque España organiza en junio el cónclave de la Alianza Atlántica. En esas circunstancias hasta un tipo capaz de cualquier cosa como Sánchez se lo piensa antes de entregar la cabeza de la responsable de Defensa a unos grupos de inequívocas relaciones con la órbita putiniana, incapaces todavía de encontrar las palabras exactas para condenar sin ambages la invasión de Ucrania.
Robles acusó en el Parlamento a los separatistas catalanes de haber hackeado algunos teléfonos ministeriales mientras sobreactúan como presuntas víctimas de espionaje. Los arúspices oficialistas alegan que se calentó en el debate pero si eso lo dice la jefa de los servicios de información es que algo sabe. El Ejecutivo echó tierra encima del reproche y se plegó una vez más al chantaje pero la denuncia quedó flotando en el aire. El problema de la ministra es que su presencia en el equipo de Sánchez la somete a una contradicción insalvable. Porque la mesa donde se sienta cada martes está apoyada sobre las patas de esos socios desleales que tratan de mandar la nación al desguace. Y porque el peligro de hacer preguntas retóricas, como dijo la otra mañana Carlos Alsina, consiste en que algunas tienen respuesta. Así, la retadora interrogante con que acompañó su alegato -«¿qué tiene que hacer un Gobierno cuando alguien vulnera la Constitución y declara la independencia?»- estaba contestada de antemano por quien la puso en el cargo. Y no se trata de lo que debe hacer con los insurrectos sino de lo que ya ha hecho: pactar con ellos, indultar sus delitos, liberar a sus presos, convertirlos en aliados estables y hasta meterlos en la comisión de secretos. Es decir, darle a un puñado de delincuentes las llaves del Estado y el control de las instituciones democráticas. Ésa es la infamia, la realidad tóxica a la que la dignidad solitaria de Robles apenas sirve ya de coartada.