Javier Zarzalejos-EL CORREO
- Con su giro sobre el Sáhara, Sánchez actúa por temor a que una nueva crisis migratoria con Marruecos le sorprenda en un periodo electoralmente sensible
Una de las dimensiones más preocupantes de la gestión de este Gobierno es la recreación buenista de la política exterior de España. Esa absurda pretensión de intentar hacernos creer que España no tiene enemigos, ni siquiera adversarios. Prima la falsa imagen de que somos un país querido por todos, sin intereses encontrados con nadie. Ese discurso falso y buenista es una forma de maquillar la falta de musculación de nuestra política exterior, que se cobra un precio nada menor en términos de los intereses españoles.
Veamos. El Gobierno español, impulsado por el desvarío presidencialista de Pedro Sánchez, con el único apoyo de los diputados del PSOE en el Congreso -¡quién lo iba a decir!- y toda la oposición en contra, da un giro radical a la posición española sobre el Sáhara. Argelia, como era de esperar, responde con un enfado serio y recuerda que algo cuenta para el suministro de gas, además de que convenga no olvidar que, si la presión migratoria es la palanca con la que presionar al Gobierno español, Argelia también la podría utilizar en medida igualmente preocupante a Rabat.
Pues bien, ante esta reacción de Argelia, el Gobierno se ha quedado a un paso de decir que los argelinos, en realidad, están encantados con la decisión de Sánchez sobre el Sáhara: que son un socio fiable -ellos tal vez sí, el Ejecutivo español para ellos, es más discutible- y que semejante giro de la política exterior española guionizado por Rabat no va a tener ninguna consecuencia en nuestra relación con Argelia. Simplemente, no es verdad y es una frivolidad estéril seguir sosteniéndolo como si los ciudadanos fueran incapaces de hacer un juicio consistente.
Porque tampoco ha arraigado esa explicación propagada desde los entornos gubernamentales según la cual la decisión de alinearse con Marruecos en la cuestión del Sáhara responde a una sutil coreografía diplomática pactada con Estados Unidos. Tampoco es así. Si este cambio de posición se hubiera acordado con Washington en los términos que sugieren algunas fuentes gubernamentales, hay que pensar que Biden al menos habría tenido el detalle de incluir a Sánchez en alguna de sus rondas telefónicas con líderes europeos sobre Ucrania.
La explicación es más sencilla. Por un lado, Sánchez ha querido hacer méritos ante la Casa Blanca para convertirse en merecedor de la foto con Biden que tanto se le resiste. Por otro, el presidente del Gobierno ha actuado por el simple temor a una nueva crisis migratoria provocada por Marruecos que podría sorprenderle en un periodo ya electoralmente sensible. Lo demás, es decir, el argumento de que España se alinea con Francia y Alemania -con quien realmente se alinea es con Marruecos- o que con esa concesión se asegura el futuro de Ceuta y Melilla, también sugerida por la propaganda oficial, no es más que el torpe blanqueo de una decisión lamentable y peligrosa.
Vayamos a Gibraltar, al otro lado del Estrecho. Con el Brexit, Gibraltar se ve desplazada de la relación con la Unión Europea que quería mantener a toda costa. Pero no se puede tener siempre todo, aunque los gibraltareños sigan empeñados en asegurarse lo mejor de los dos mundos, el colonial británico y el de la contigüidad con el territorio español, circundante. El Brexit ha acabado o debería haber acabado con esa pretensión. Está pendiente la negociación del futuro estatuto de Gibraltar tras la salida de Gran Bretaña de la UE. La pretensión de que Gibraltar permanezca en la zona Schengen siendo un territorio de un país tercero -Reino Unido- no es jurídica ni políticamente aceptable, menos aún cuando los británicos quieren excluir a las autoridades españolas del eventual control fronterizo para que sea la agencia de fronteras de la UE la que ejerza ese control para el que carece de mandato.
A pesar de que el Brexit ha hecho mutar los términos del contencioso gibraltareño, la posición española no se ha dado a conocer ni ha merecido un debate parlamentario, ni consta que haya sido objeto de consultas entre el Gobierno y el principal partido de la oposición. Peor aún, el Ejecutivo ha accedido a un dudoso régimen fiscal sobre Gibraltar que suscita no pocas incertidumbres sobre su efecto en las prácticas fiscales más cuestionables de la colonia británica.
La cuestión es sencilla en su enunciado. Tras el Brexit, los gibraltareños deben saber que su futuro, el futuro que desean, pasa por un acuerdo con España y que, por tanto, el tiempo de los vetos gibraltareños a los acuerdos entre España y Reino Unido ha pasado. Dicho de otra manera, Gibraltar debe pasar de una situación en la que su objetivo era perpetuar el ‘no acuerdo’ entre Madrid y Londres a otra en la que facilite activamente ese entendimiento en su propio beneficio. Algo debería decirse.