Mikel Buesa-LA RAZÓN

  • No debiera considerarse que lo que estamos viendo estos días son sólo las locuras de unos exaltados. Preservar el arte es asegurar nuestra identidad
Es interesante que ya durante la guerra civil estadounidense, en 1863, naciera la primera norma jurídica de protección de las creaciones artísticas –el Código Lieber– y que ello acabara derivando, ya dentro del derecho internacional de la guerra, en el Convenio sobre la Protección de Bienes Culturales adoptado en La Haya en 1954. Por ello, son crímenes de guerra «los actos de hostilidad contra los monumentos históricos, las obras de arte o los lugares de culto que constituyen el patrimonio espiritual o cultural de los pueblos». Claro que las bárbaras acciones de los fanáticos ecologistas a las que hemos asistido en estos días no son actos bélicos, aunque sus perpetradores crean estar entablando una guerra contra todos. Pero sería fructífero que los jueces pudieran encontrar una fuente inspiración en aquellos preceptos para abandonar así la permisividad con la que se están tratando esos ataques.

Los jueces y, por cierto, también los comentaristas que se devanan los sesos para encontrar algún elemento de cordura en los argumentos que exhiben los militantes del planeta. Porque, digámoslo con claridad, lo más irritante de este asunto no es sólo lo efímero del mensaje que se trasmite, sino su alejamiento de cualquier atisbo de discusión racional. Veámoslo: cuando Laszlo Toth se aprestó a martillear «La Piedad» de Miguel Ángel, allá por 1972, proclamó que «yo soy Jesucristo y he regresado de la muerte». Eso fue todo; y los dos años que se pasó en un manicomio no parece que le devolvieran al mundo de las ideas interesantes. Claro que decir que «hay gente que está destruyendo la Tierra», para justificar el ataque a «La Gioconda» de Leonardo, o preguntarse «¿qué vale más, el arte o la vida?», para argumentar el intento de destrucción de «Los Girasoles» de Van Gogh, como ha ocurrido este mismo año, no son precisamente los productos de un pensamiento profundo. Incluso los considero inferiores a la arenga de Toth porque, sin duda, creerse Jesucristo tiene un valor intelectual superior, aunque completamente estéril. Nuestra sociedad necesita tomarse en serio los asuntos climáticos y los artístico-culturales; y por ello no debiera considerar que lo que estamos viendo estos días son sólo las locuras de unos exaltados. Preservar el arte es asegurar nuestra identidad.