Editorial en LA VANGUARDIA, 16/6/2011
Ayer vimos lo que ocurre cuando una masa, envalentonada por consignas simplistas que recuerdan el peor legado totalitario del siglo XX, trata de arrogarse la voz del pueblo contra sus representantes. Es la hora de estar junto a nuestras instituciones democráticas, sin fisuras, para recuperar la normalidad y evitar nuevas situaciones similares.
De gravísimos hay que catalogar los hechos de ayer en los alrededores del Parlament de Catalunya. Se trata de unos sucesos excepcionales, sin precedentes en los más de treinta años transcurridos desde la recuperación de la democracia y la autonomía. Más propios de otras latitudes y de otras épocas de la historia, los acontecimientos que ayer rompieron la normalidad han proyectado al resto del mundo una imagen penosa, inquietante y tercermundista de la sociedad catalana, lo que puede tener efectos muy negativos, económicos y de toda clase, a corto y medio plazo.
El bloqueo de los accesos al edificio de la Cámara organizado y practicado por un numeroso grupo de personas en nombre del movimiento de los indignados no tiene nada que ver con el derecho de manifestación y supone un delito. Las cosas han de llamarse por su nombre: se ha violentado la democracia y la defensa del Estado de derecho debe ser en estos momentos la prioridad.
Los congregados pretendían impedir la celebración del pleno y para ello no dudaron, incluso, en agredir verbal y físicamente a los diputados que acudían a cumplir con su obligación, así como a trabajadores del Parlament y periodistas. El presidente de la Generalitat, la presidenta de la Cámara, varios consellers y diversos diputados tuvieron que llegar en helicóptero. El espectáculo que ayer ofreció Catalunya fue vergonzoso. No se debe dramatizar, pero no estamos ante algo anecdótico ni pasajero. Intentar impedir que los representantes democráticos desempeñen la labor para la que han sido elegidos supone una agresión extrema a la soberanía popular y un atentado contra la convivencia.
El Govern tiene la obligación de emplear a fondo todos los medios policiales a su alcance para garantizar el orden público y el funcionamiento de las instituciones de las que nos hemos dotado. Se han rebasado – como dijo el president Mas en una declaración institucional-todas las líneas rojas y, por tanto, es momento de frenar de manera eficaz y firme lo que ya no es una protesta legítima, sino un ataque extremista, intolerante y agresivo contra la democracia.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? En el movimiento de los indignados y el surgimiento de las acampadas para reclamar otra política, como dijimos en su día, hay elementos muy diferentes que convergen. Hay un malestar, muy compartido, por ciertas rutinas y disfunciones de la democracia y un deseo de regeneración y apertura. Ello suscitó una ola de simpatía inicial hacia este movimiento. Pero, junto a mensajes concretos de tipo reformista, el magma de los indignados ha emitido, mayormente y de forma creciente, mensajes antipolíticos e inequívocamente populistas, sustentados en premisas que niegan toda validez y representatividad a nuestras instituciones.
Forma parte del marco democrático que las minorías expresen el disenso, incluso frontal, sobre el sistema, pero aquí se han invertido los términos: una minoría pretende menospreciar y negar las razones a una mayoría que piensa que la democracia se mejora desde dentro, diariamente. Una democracia de mayor calidad no se consigue bloqueando sesiones parlamentarias o alterando jornadas de reflexión. Los que han alimentado esta actitud fanática desde aulas y medios también deberían asumir sus responsabilidades en este desvarío violento.
El largo y azaroso camino recorrido por la sociedad catalana, al igual que la española, para conquistar un sistema de libertades y pluralismo que a todos nos ampare no merece la frívola, inmadura e irresponsable ceremonia de caos urdida por entornos que ignoran ono dan valor alguno a lo mucho que ha costado la consolidación de la democracia en nuestro país. La historia, sin la cual el presente aparece como una madeja sin sentido, nos explica que este Parlament de Catalunya, que fue ayer asediado, es la cristalización de muchas luchas, sueños y anhelos de varias generaciones. Y que sus diputados son, por tanto, depositarios de una clara voluntad de resolver pacíficamente las diferencias colectivas.
Las buenas intenciones, si van acompañadas de dogmatismo, nihilismo y desdén hacia los cauces y métodos democráticos, enfilan vías destructivas, impredecibles. Ayer vimos lo que ocurre cuando una masa, envalentonada por consignas simplistas que recuerdan el peor legado totalitario del siglo XX, trata de arrogarse la voz del pueblo contra sus representantes. Es la hora de estar junto a nuestras instituciones democráticas, sin fisuras, para recuperar la normalidad y evitar nuevas situaciones similares.
Editorial en LA VANGUARDIA, 16/6/2011