Considero muy poco afortunadas, incluso francamente inaceptables, las recientes declaraciones de algunos líderes nacionalistas, que parecen querer establecer una especie de ranking de víctimas -por no decir un casting-, una distinción entre las víctimas que sí y las que no pueden visitar las aulas (distinción que tanto recuerda aquel la que separaba a los «nuestros» de los otros, o a los ciudadanos de primera de los de segunda, tan presente durante los gobiernos anteriores).
Creo que las víctimas del terrorismo merecen como mínimo que su presencia en las aulas sea abordada desde la serenidad, esto es, lo más lejos posible de la cacofonía o el echado de pulsos que tan a menudo caracterizan o sustituyen, entre nosotros, a los auténticos debates políticos. Desde la serenidad, pero también desde la confianza en su responsabilidad y buen juicio. Y no me parece muy difícil otorgarles, de entrada, ese voto de confianza, porque si por algo se han caracterizado las víctimas del terrorismo en nuestra sociedad es por la solidez de su actitud cívica; por no haber abundado en desmesuras o despropósitos verbales, cosa que desde luego no se puede decir de algunos de los dirigentes políticos (nuestras hemerotecas están llenas de sus perlas discursivas) que hoy cuestionan su presencia directa en las aulas, siembran sobre la misma dudas e incluso sospechas.
Y a estas actitudes de serenidad y confianza debidas, añadiría una forma de optimismo, de expectativa esperanzada, en la medida en que resulta muy fácil imaginar que la presentación de testimonios directos, de experiencias vividas, va a permitir que aumenten, en el abordaje y la representación de este tema fundamental, las dosis de realidad y de claridad, al mismo tiempo que disminuyen las de ambigüedad y oscurantismo. Con todos los beneficios que de ello se derivan. Porque parece innegable que, aunque a veces la luz pica en los ojos, encierran siempre más riesgo las sombras, mucho más peligro los ámbitos sin alumbrar.
Y por estas razones (y habría más), considero muy poco afortunadas, incluso francamente inaceptables, las recientes declaraciones de algunos líderes nacionalistas, que parecen querer establecer una especie de ranking de víctimas -por no decir un casting-, una distinción entre las víctimas que sí y las que no pueden visitar las aulas (distinción que tanto recuerda aquel la que separaba a los «nuestros» de los otros, o a los ciudadanos de primera de los de segunda, tan presente durante los gobiernos anteriores). Así Josu Erkorera, portavoz peneuvista en el Congreso, ha afirmado que «no cualquier víctima sirve, para trasladar un mensaje no de rencor, sino de valores y principios».
No insistiré en que estas presunciones, «de rencor» por ejemplo, me parecen injustas e incongruentes además con la experiencia. Sí, en que creo que las aulas deben acoger la vivencia de las víctimas, tal y como ellas quieran exponerla (y reitero mi confianza en el buen juicio de quienes decidan participar en el programa). El que, a través de la comunicación de estas experiencias, se consiga transmitir valores y afianzar principios en los más jóvenes, no depende tanto de las víctimas como de los demás: de cómo se preparan, enmarcan, acompañan intelectual y emocionalmente sus testimonios dentro de las aulas; de cómo se continúan fuera de ellas, en el seno de las familias. Es ahí donde hay que centrar las responsabilidades y las tareas.
Luisa Etxenike, EL PAÍS, 19/4/2010