- El rechazo a la anulación del nombramiento de Magdalena Valerio bebe de la idea de que los jueces no pueden controlar la legalidad de las decisiones del Gobierno porque descansan sobre la voluntad popular.
Según una leyenda muy célebre entre los juristas, el rey Federico II de Prusia se encaprichó un día con demoler un molino que estropeaba las vistas de su palacio. Para satisfacer sus deseos, trató primero de persuadir al molinero a través de su bolsillo, ofreciéndole sumas a cada cual más generosa que la anterior, que fueron sucesivamente rechazadas por el humilde ciudadano.
El rey, preso de la furia que asalta al poderoso al que se niega un derecho que cree suyo, ordenó la expropiación del molino sin pago de justiprecio.
Cuando al día siguiente el molinero se presentó en el palacio, el rey y su corte pensaron que, derrotado, acudía a suplicar una humillante compensación. Sin embargo, el campesino llevaba consigo una orden judicial que negaba al rey la aprehensión y el derribo del molino.
Para sorpresa de todos, el rey, orgulloso del buen funcionamiento de la Justicia en su reino, exclamó la famosa frase «aún quedan jueces en Berlín», y dejó marchar al molinero tras indemnizarle por las molestias que le había ocasionado.
Siglos después de la muerte de Federico II, es nuestro Tribunal Supremo quien ha decidido anular el nombramiento de Magdalena Valerio (funcionaria de carrera) como presidenta del Consejo de Estado, supremo órgano consultivo de nuestro país.
La anulación descansa en el incumplimiento de uno de los requisitos que la ley rectora de este órgano prevé para el desempeño del cargo: ser un jurista de reconocido prestigio. Exigencia que difícilmente pudo ponerse en duda en alguno de sus anteriores titulares, como Francisco Rubio Llorente o Tomás de la Quadra Salcedo.
«En toda democracia que se precie, siempre queda la certeza de que los actos del débil están tan sometidos a la ley como los del poderoso»
Ante esta sentencia (éxito de la siempre encomiable fundación Hay Derecho) el Gobierno no parece compartir la misma satisfacción que sintió Federico II por el control judicial del ejercicio de su poder.
Félix Bolaños, ministro nada menos que de Justicia, se lamentaba de que se abra la puerta a «que una entidad privada pueda cuestionar decisiones que son exclusivamente competencia del Gobierno de España». Otro rostro conocido del partido del Gobierno, Rafael Simancas, cargaba en Twitter contra el pronunciamiento argumentando que la idoneidad de la ministra la había reconocido la representación del pueblo soberano.
Ambas manifestaciones radican en una misma idea: los jueces no deben poder controlar el ajuste a la legalidad de las decisiones del Gobierno porque descansan sobre la voluntad popular que le legitima. Y que, por extensión, legitima cualquier acto que el presidente lleve a cabo.
Años alertando sobre la deriva de Hungría y Polonia y, sin embargo, ideas iliberales muy similares a las que se escuchan en Budapest han acabado teniendo compradores en el sedicente Gobierno de progreso.
La representación del pueblo español soberano en el @Congreso_Es ha reconocido la idoneidad de Magdalena Valerio para presidir el @ConsejoEstadoEs. pic.twitter.com/nmoStt4zv6
— Rafael Simancas (@SimancasRafael) December 1, 2023
Lo que ilustra la fábula de Federico II y el molinero, y lo que tan bien conocen los enemigos del liberalismo, es que el control judicial del poder es un pilar esencial del Estado de Derecho. El que una entidad privada, ya sea un molinero o una fundación, pueda cuestionar decisiones que competen a un Gobierno ante un tribunal independiente que pueda anular cualquier acto que desafíe la legalidad, no es sino es la garantía del ciudadano de que el poder no será ejercido de forma abusiva.
El control judicial del poder no es un instrumento reaccionario, sino el mecanismo que evita que la mayoría ejerza durante cuatro años una tiranía sobre la minoría.
Pudiera parecer que el nombramiento de la presidenta del Consejo de Estado nos pilla muy lejos. Y que difícilmente puede suponer un agravio al ciudadano, algo que muchas voces apuntan respecto a la amnistía en ciernes. Pero el ejercicio del poder de forma descontrolada, máxime cuando se dirige a debilitar las instituciones del Estado, es una gota china que va socavando paulatinamente el sistema de contrapesos que permite el Estado de Derecho.
En otras palabras: en toda democracia que se precie, a un ciudadano que no tenga nada siempre le queda la certeza de que los actos del débil están tan sometidos a la ley como los del poderoso. Por eso están importante que aún queden jueces en Madrid que lo garanticen.
*** Guillermo Setién es abogado.