FUE Adorno el que con voluntad apocalíptica sentenció lo tantas veces recordado: «Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie». Y en el mismo carácter rotundo y sorprendente del aserto se encierra una dura verdad. Es tan incomprensible la realidad de los campos nazis de exterminio, tan enloquecedora la historia del Holocausto, tan difícil de comprender cómo la naturaleza humana llegó a tales extremos de ignominia y abyección, que su simple recordatorio convoca brutalmente un estremecido silencio, si acaso una trágica plegaria al Dios desaparecido, quizás una meditación infinitamente desesperada sobre el mal, sus raíces y sus alcances. Y lágrimas, copiosas lágrimas, tanto más amargas cuanto que ya no pueden convocar ni arrepentimiento ni perdón. El día de la ira, el día en que los siglos quedarán reducidos a cenizas, el día del terror, cuando el supremo juez someterá a revisión todo lo humano, en justicia y sin piedad.
De la barbarie queda un poderoso, sonoro e innegable testigo: el propio Auschwitz, con su obscena reclamación, en la misma puerta de entrada, a la libertad que otorga el trabajo, «Arbeit Macht Frei», qué sarcasmo; con sus colecciones de gafas, cabelleras, dentaduras, maletas y ropas de los que allí entraron cual mansos corderos, hombres, mujeres y niños, sin saber que no saldrían jamás del encierro; con las coquetas lámparas que los oficiales de las SS se hacían fabricar con las pieles de los sacrificados; con sus barracones de literas acumuladas y todavía hoy malolientes; con sus «duchas» que no desprendían agua sino Zyklon B, un matarratas producido por la empresa IG Farben que mostró su utilidad para proceder al exterminio masivo y rápido de millones de seres humanos; con sus hornos crematorios, científicamente diseñados para reducir a cenizas las huellas del crimen; con las dobles filas de alambradas, todavía en perfecto estado de conservación, tal que pareciera como si al manejar un interruptor pudieran volver a electrificarse para achicharrar a los insensatos que intentaran la fuga, o simplemente a los que buscaran en la desesperación el suicidio. Auschwitz sigue ahí, en la cercanía de la ciudad polaca de Oswiecim, al sur de Polonia, a sesenta kilómetros al sureste de Cracovia. Y en la aldea global que hoy habitamos, donde tantas son las ganas de conocer mundo y tantas las diversas posibilidades turísticas –sol y playa, o nieve y montaña, o arte y cultura, o gastronomía y ocio, o alcohol y sexo–, habría que introducir una importante variante: la del turismo moral, cuya primera y última etapa debería ser precisamente Auschwitz. Nos ayudaría mejor a comprender a Hanna Arendt, o a Primo Levi, o a Anna Frank, o a tantos otros, judíos o no, que sintieron en sus almas y en sus carnes el alcance de la tremenda e innombrable tragedia. Y sentiríamos, mejor que ningún otro acicate, el poder liberador del silencio, de las lágrimas, del infinito desconsuelo. Señor, Señor, ¿por qué nos has abandonado?
Con verdad y justicia la extensa geografía europea de los campos nazis de concentración y exterminio ha quedado para siempre asociada al criminal diseño que el III Reich hitleriano puso en práctica para proceder al exterminio del pueblo judío. Y el recordatorio del Holocausto, que en su misma expresión evoca una hecatombe de alcance y proporciones pocas veces, si alguna, alcanzados en la historia de la humanidad, debe situar al frente de su poderosa convocatoria esa realidad, que ni los negacionistas ni los reduccionistas podrán nunca poner en duda. Como también debe servir para evocar el recuerdo de los demás que compartieron martirio con los judíos, polacos, alemanes disidentes, cristianos de afiliación varia, gitanos de origen múltiple, homosexuales, minuscapacitados y tantos otros que sobraban para la construcción del Imperio de los mil años. No pocos españoles entre ellos. Y franceses. Y belgas. Y holandeses. Es infinita la lista.
Porque en realidad Auschwitz es de toda la humanidad. Es de los millones de ciudadanos de la Unión Soviética que fueron condenados por Stalin a la muerte por hambre o por el pelotón de fusilamiento. Es de los millones de chinos que perecieron bajo la égida de Mao Tse Tung sometidos a los caprichos de la colectivización forzosa o de la Revolución Cultural. Es la de los millones de camboyanos exterminados por la locura homicida de Pol Pot. Es de los centeneras de miles de hutus asesinados por los tutsis en Ruanda. Es la de los musulmanes asesinados por las huestes de Karadzic y Mladic en Srebrenica. Es de los cristianos asesinados por musulmanes en Sudán, o en Nigeria, o en la India. Es de los musulmanes chiitas que asesinan a musulmanes suníes, y de los musulmanes suníes que asesinan a musulmanes chiitas. Es de los miles de polacos asesinados por los soviéticos en Katyn. Es de los españoles que por el solo hecho de querer serlo fueron víctimas de la banda terrorista vasca ETA. Es de los protestantes norirlandeses e ingleses que lo fueron del grupo terrorista católico del IRA. Es de todos los miles que ahora sufren y mueren bajo la égida de Daesh, el autodenominado Estado Islámico, en Siria, y en Irak, y en Libia, y en el Magreb. Es de todos aquellos, tan incontables como las gotas de agua de un río, que sufren asaltos directos contra su dignidad de seres humanos. Todos ellos son también Auschwitz.
El campo de exterminio, hoy convertido en espantoso y veraz museo del horror, se halla tan bien conservado que solo parece añorar la presencia de los cuerpos apenas grávidos que hace ahora setenta años dejaron de poblar sus instalaciones. Y ciudadanos de toda suerte y condición, debidamente alentados por sus dirigentes, se conjuran para decirse que aquello no volverá a suceder jamás. No es difícil suscribir tan loable propósito ni hacer de él un firme principio de acción. Siempre que recordemos lo indispensable: los exterminadores acaban por utilizar la fuerza para acabar con el contrario porque primero lo concibieron sin derecho a pensar, sin derecho a disentir, sin derecho a opinar. Y acabaron por negarle el derecho a existir. Quizás no esté de más recordar al Camus de «La peste»: «La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan». Un poco más tarde recordaba: «La buena voluntad sin clarividencia es a veces peor que la maldad». Auschwitz nos lo trae todos los días a la memoria.
JAVIER RUPÉREZ ES ACADÉMICO CORRESPONDIENTE DE LA REAL ACADEMIA DE CIENCIAS MORALES Y POLÍTICAS