Ignacio Camacho-ABC
Es la primera vez que los golpistas continúan en sus puestos tras un golpe, en condiciones de volver a intentarlo
SÓLO una sociedad enferma de sectarismo, intoxicada de arbitrariedad, intelectualmente discapacitada por un ataque de sinrazón, podría aceptar la siniestra mascarada de ayer siquiera como un remoto simulacro de democracia. Ése es el estado de enajenación en que se halla una parte de los catalanes, por desgracia. Ahorremos los detalles sonrojantes, desde el censo fantasma o el voto grupal en la calle hasta las urnas opacas; ni a Nicolás Maduro se le habría ocurrido una adulteración tan desvergonzada. No vale la pena dignificar con un comentario la pretensión de validez de semejante farsa.
Lo triste es que ese espectáculo deplorable ocurrió, en la medida en que no lo logró impedir, bajo la responsabilidad (?) impotente del Gobierno. Que los máximos representantes institucionales de la autonomía catalana, empezando por el presidente de la Generalitat, participaron en pleno ejercicio de sus funciones en la orgullosa comisión de un delito manifiesto. Que los Mozos de Escuadra respaldaron a los delincuentes inhibiéndose ante un mandato judicial expreso. Que la Guardia Civil, haciendo lo que estuvo a su alcance, se vio desbordada para impedir el desafuero. Que la ley fue burlada y la democracia sometida a un bochornoso atropello. Y que esa intentona de sedición sucedió previo anuncio y retransmitida en directo sin que las autoridades españolas fuesen capaces de imponer el necesario respeto. Ni los separatistas podían llegar a más –o sí, esta semana lo sabremos– ni el Estado a menos.
Ayer no hubo en Cataluña un referéndum sino una monumental ofensa al orden democrático. Un agravio gratuito que el Gabinete pudo impedir utilizando los poderes constitucionales de los que está dotado. Los constituyentes redactaron expresamente un artículo para la eventualidad de que se diese este caso. El marianismo eligió –por prudencia o por miedo– otra estrategia y ha pasado varias semanas corriendo tras la iniciativa de los secesionistas, obligando a las fuerzas del orden a jugar con ellos al ratón y al gato. Pudiendo ganar el desafío salió a por el empate y esa renuncia a la victoria constituye en sí misma un fracaso. Es la primera vez que los cabecillas golpistas continúan en sus puestos tras un golpe, en condiciones de volver a intentarlo. Representando al Estado al que acaban de desafiar con felonía y descaro.
Qué pensarán hoy esos ciudadanos de todo el país que engalanaron sus balcones con banderas colgadas. Que a través de este símbolo de orgullo cívico trasladaron a su Gobierno un mensaje masivo de aliento moral, conscientes de hallarse ante un momento decisivo de la Historia contemporánea. Que vieron por la televisión cómo ese inmenso capital político quedaba malversado por falta de energía, de coraje, de audacia. Y que tal vez tienen derecho a preguntarse si España podrá ser ya algo más que la vaga melancolía de una nación cansada.