IGNACIO CAMACHO-ABC
El Estado carece de celeridad jurídica y de coraje político para enfrentarse a una rebelión surgida desde el Estado mismo
POR segunda vez en menos de un mes, el viernes se retransmitió en directo en España la comisión flagrante de un delito. En la primera ocasión el Gobierno no supo evitarlo y en ésta no ha habido ninguna autoridad judicial o política que se sintiese concernida ni apremiada para impedirlo. El delito consistía nada menos que en una declaración ilegal de secesión y un golpe contra el Estado, ambos anunciados con profusión para dar mayor realce público al acto. A estas horas, y aunque el Gobierno ha destituido de sus cargos a algunos de los autores, el país está esperando a que la justicia actúe cuando concluya el soleado fin de semana que disfrutan sus funcionarios.
La primera conclusión de estos hechos es que el Estado carece de instrumentos jurídicos adecuados para enfrentarse con eficacia, celeridad y contundencia a una rebelión perpetrada desde el Estado mismo. La segunda es que por falta de coraje político no se atreve a apurar los recursos que sí están a su alcance mediante los poderes excepcionales que otorga la Constitución en su célebre artículo 155.
En sólo una semana, la prevista intervención de la autonomía insurrecta ha sido aguada por el Gobierno. La convocatoria de elecciones regionales inmediatas, inicialmente descartada, parece fruto de la autodesconfianza y de un ataque de vértigo. Ésa era en todo caso una solución apta para antes de la proclamación de la independencia, y que debió adoptarse hace mes y medio. Los escrúpulos de los partidos de la oposición han dificultado el consenso y el presidente ha temblado ante la idea de meterse a solas en un escenario conflictivo que se le antojaba un infierno. Los representantes de la legitimidad constitucional no sabían cómo tomar el control de las instituciones de Cataluña sin neutralizar su Parlamento y ante la falta de convicción en sus fuerzas han optado por disolverlo. El aparente gesto de autoridad oculta en realidad una sensación de desasosiego no demasiado diferente al miedo.
Ante la agresión más grave que puede sufrir una nación, el Gabinete no para de dar excusas por mostrarse moderadamente enérgico. Ha intervenido a regañadientes y como pidiendo perdón por verse obligado a restablecer la legalidad y el Derecho. Los separatistas no lo van a disculpar y en cambio queda patente un reconcomio de mala conciencia por hacer lo correcto. Salvo que estemos ante una monumental escenificación, un inaceptable pasteleo, el Estado tenía aún muchas cosas que arreglar y mucha normalidad que restaurar en Cataluña antes de avenirse a empezar de nuevo.
Se trata, en resumen, de una oportunidad perdida con una respuesta flojita, insuficiente para la intensidad del agravio. Rajoy se ha parapetado en el consenso, en la responsabilidad compartida como coartada de un desenlace encogido, poco audaz, timorato. Si tiene éxito lo tendrá que compartir y si sale mal… más vale no pensarlo.