Javier Zarzalejos-El Correo
No hay razones para la autocomplacencia y el descuido, pero tampoco las hay para incurrir en la visión de España como la eterna excepción negativa en Europa
Le gustaría vivir en una de las únicas 20 democracias consideradas ‘plenas’ en el mundo, en el quinto país en bienestar de las mujeres, en el cuarto del mundo que mejor protege los derechos de los niños, en el que cuenta con el tercer mejor sistema sanitario, con la menor tasa de homicidios de la Unión Europea, y cuyos habitantes tienen una esperanza de vida solo superada por Japón y Francia? Pues resulta bastante fácil porque ese país es España. Últimamente, en medio del catastrofismo social y la descalificación política de los populismos, se van acumulando una serie de indicadores, informes y análisis que cualquiera que los leyera de manera objetiva vería en España un país irreconocible si se cotejaran con la imagen del país que se retrata en el sesgo partidista de algunos medios de comunicación y algunos discursos electoralistas. Estos índices los proporcionan organizaciones tan respetadas como ‘The Economist’, la Universidad de Georgetown, el Instituto por la Paz de Oslo y la OCDE y es sabido que lo que nos dicen desde fuera sigue teniendo para nosotros un valor especial. Combinan múltiples indicadores y en alguno de ellos se abre paso la idea de que es preciso valorar factores de bienestar que no por intangibles o difíciles de cuantificar son menos reales.
Tradicionalmente era a la derecha a la que se acusaba de catastrofista. El espíritu conservador siempre ha tenido un componente pesimista y escéptico ante la condición humana y el desarrollo de la historia. La izquierda era la optimista, la del buenismo roussoniano, la de la fe incontrovertible en el progreso que le hacía sentirse heredera de la mejor tradición ilustrada. La izquierda ha abandonado ese papel y mientras la derecha puede decir que la extensión de la libertad y las instituciones han producido el mejor tiempo que ha vivido la humanidad, la mente de izquierdas gira hacia la proclamación de la catástrofe ya sea esta social, ambiental o política. La descripción de España que circula en el mercado interno responde a este sesgo.
Según estas versiones, España es una dictadura apenas encubierta donde se puede comparar una decisión de la Junta Electoral Central a la represión nazi de Anna Frank. No se puede votar -ahí están los pobres catalanes que no saben lo que es una urna, aunque el nacionalismo lleva cuarenta años gobernando- y no se puede expresar libremente la más mínima idea salvo quemar en público la bandera o la imagen del Rey que son conductas impunes. Los recortes han arrasado la sanidad y la educación y eso por no citar los estudios de ONGs señeras que nos colocan a la par de Bulgaria y Rumanía en algunos de los indicadores de bienestar más sensibles. Siempre estamos ‘a la cola de’. Nuestro sistema político es un caso sin solución, aunque haya demostrado ser capaz de hacer frente a un cambio profundo en la representación electoral. La Corona es una institución obsoleta y de origen irracional, aunque queramos ser como Dinamarca donde cualquiera diría que la monarquía se elige cada cuatro años. El destino de los restos de Franco se convierte en asunto de Estado 44 años después de su muerte, y la amnistía que alumbró la Transición y el pacto constitucional ha dejado de ser una ley de reconciliación y perdón y ahora resulta que en vez de la reivindicación democrática por excelencia que fue, se presenta -quién lo iba a decir- como la ley de punto final para garantizar la inmunidad a la dictadura, aunque, de paso, las cárceles se vaciaran de etarras en virtud de esa misma ley defendida en su día con tanto entusiasmo por Xabier Arzalluz.
La autoflagelación, el catastrofismo, no aportan ni sentido crítico para actuar sobre las carencias de una sociedad que es evidente que las tiene, ni contribuyen a la lucidez con la que tiene que afrontarse el debate público. En España hay pobreza, el sistema educativo no rinde lo que sería exigible para promover la movilidad y las oportunidades, el paro se mantiene en niveles con los que no debemos convivir, los episodios de corrupción han erosionado profundamente la confianza en las instituciones y la cohesión nacional se encuentra desafiada. Todo eso es cierto, pero ofrece una parte limitada de la realidad y necesitada de importantes precisiones. Y no es menos cierto que la red de seguridad de nuestro modelo de bienestar ha aguantado el impacto de la peor recesión de la que hay memoria viva, que la solidaridad ha funcionado, y que los peores augurios de quiebra social han quedado desmentidos sistemáticamente. Estamos en momentos en los que la ciudadanía soporta la presión que ejercen sobre ella los extremos radicales, pero resiste sin entregarse masivamente a discursos demagógicos, aislacionistas o antieuropeos como ha ocurrido en otros países de larga tradición democrática. Los riesgos de desestabilización que desea el independentismo catalán no pueden ignorarse, pero en el Tribunal Supremo se sigue un juicio con todas las garantías y máxima publicidad en el que el Estado de derecho exige responsabilidades, lo que ocurre con la solemne normalidad que las grandes instituciones despliegan en los momentos en que son puestas a prueba. Hay muchos motivos para la preocupación, pero no los hay para que el negro acapare el retrato de nuestra realidad. No hay razones para la autocomplacencia y el descuido, pero tampoco las hay para incurrir en la visión de España como la eterna excepción negativa en Europa. Entre la despreocupación y el catastrofismo, hay una actitud responsable, la de ocuparse de las cosas que importan con la dosis adecuada de autoestima colectiva que es una sana expresión de confianza.