Gabriel Albiac-ABC

Un golpe, un autogolpe, asentado en la ambición de un parvenu. Sin escrúpulos

Muy lejos y hacia el norte, camino de un lugar en el que sólo hay noche, la realidad parpadea en un filo de cristal roto. Recuerdo, de pronto, el hipnótico cuento de Andersen: alguien, en la oquedad inmensa de un palacio en Laponia, juega a ajustar un puzle de angulosas piezas de hielo; pura geometría. Lo llama el rompecabezas de la inteligencia. Y sabe que nada importa más que descifrar su clave. La cual nada significa. Ni cura nada. Ni aspira a poner consuelo ni sentido en cosa alguna; sólo a entenderla.

En el avión, camino de los hielos, ha vuelto a mí esa imagen del huésped de la «reina de las nieves»: privado de poder para cambiar nada y preso en el empeño de entender todo. Y me digo que no es difícil interpretar esto de ahora. Es sólo desagradable. Mirada desde una saludable lejanía, la política española se reduce a fraude miserable: el que un avispado trilero impone a la turba de necios que de sus trucos se prenda. Pero es que, a quien juega con un trilero, bien está que le levanten la cartera.

A lo largo de las semanas que van del acuerdo Sánchez-Iglesias a la capitulación ante ERC, se ha tejido la red prolija de un autogolpe de Estado. Este que se consuma ahora, al aceptar un referéndum que malamente camufla el eufemismo «consulta». Hablo de golpe (de autogolpe) de Estado en sentido propio. En el golpe de Estado -desde que Naudé inventara la expresión en el siglo XVII-, la potestad se impone al derecho, el ejecutante a la ley, determinando la exigencia de legislar conforme a lo que los hechos ya han consumado.

El anuncio por ERC de lo arrancado es inequívoco: el nuevo gobierno habrá de convocar un referéndum acerca del destino de Cataluña, en el que votará tan sólo la población local. Lo cual presupone lo decisivo: que el sujeto soberano en Cataluña es la ciudadanía catalana, no la española. Y que, como sujeto constituyente, esa ciudadanía está llamada a dotarse de Constitución propia, ajena a determinación de cualesquiera otros ajenos sujetos. De este modo -y con independencia de su resultado-, en su sola aceptación formal, el arbitrio presidencial habrá abolido ya la vigencia de la Constitución que, en el 78, ponía al pueblo español como sujeto constituyente único. Si a eso no lo llamamos «golpe de Estado», es que los diccionarios no sirven para nalda.

Sabemos que las constituciones mueren, que mueren las naciones en el curso del tiempo. No es tan común, sin embargo, su suicidio. Gozamos el privilegio de estar asistiendo al espectáculo raro de uno de ellos. Pero, como sabía el inmenso Guicciardini, lo doloroso no es que las naciones se derrumben; lo doloroso es estar debajo cuando caen sus cascotes.

Camino de un lugar en el que sólo hay noche, todo cobra la nitidez del hielo: es un golpe, un autogolpe, asentado en la ambición de un parvenu. Sin escrúpulos. Asentado, aún más, sobre el plácido suicidio de un país que se acuna en su siesta. Étienne de la Boétie dio nombre a eso: «Servidumbre voluntaria». No tiene cura.