Gabriel Albiac-El Debate
  • A un tribunal europeo le tocará juzgar si España es de verdad una democracia con igualdad jurídica. O un país bananero, en el cual un gobierno dispone de los medios de Estado necesarios para trocar en impunes a todos sus camaradas. Da vergüenza, sí. Pero eso es lo que somos

Al consultar al Tribunal de Justicia de la Unión Europea acerca de la posible prevaricación del Tribunal Constitucional que preside Conde Pumpido, la Audiencia Provincial de Sevilla ha abierto un frente sobre el cual podría pasar a librarse la última batalla del sanchismo. Perdedora o victoriosa. Se juega en ella lo primordial del garantismo democrático: la autonomía del poder judicial. Porque no otra cosa se dirime. Anulando la sentencia de políticos socialistas a quienes el Supremo condenó por el robo más masivo del último medio siglo español, el Tribunal Constitucional ratificaba lo que busca erigir en doctrina consagrada: legitimar todo autoindulto que beneficie a una casta gobernante, a la cual se viene proclamando inmune a código penal. Se plantea por ello la cuestión prejudicial, para «evitar que se produzca un riesgo sistémico de impunidad futura en escenario similares».

Poner en marcha tal tipo de autoindulto es privar a la condición ciudadana de su universalidad. Responden ante la ley, y por la ley son castigados, aquellos que no poseen relevancia política. Todo gobernante se transustancia, así, en un «forajido», esto es en un «fuera de la ley», en alguien a quien todo está permitido hacer sin pagar responsabilidades por lo hecho. Es la doctrina que el Constitucional ha aplicado a los dirigentes socialistas en Andalucía. Y la que aplicará, de inmediato, a Puigdemont y a los gánsteres del «procès». De todas las armas legales que un gobierno náufrago en el delito tiene a su servicio, Conde Pumpido es hoy, con enorme diferencia, la más eficiente.

En efecto, en precaria mayoría prestada, un presidente con hermano y esposa bajo el peso de la ley, con el núcleo de gravedad de su gobierno y su partido a un paso del presidio, con la mayor tasa de escándalos penales y morales que haya conocido la España constitucional, sabe, sin embargo, que de esa precariedad parlamentaria misma puede hacer instrumento para salvarse. Minoritario, el partido socialista depende de la limosna que a bien tengan concederle los golpistas catalanes, condenados y arbitrariamente amnistiados. Pero esa dádiva de escaños les es altamente rentable a los independentistas negociarla. El golpe de Estado, que fracasó en Barcelona hace ocho años, habrá de completarlo Sánchez victoriosamente por vía de torcedura legal. Los tribunales de justicia son la única barrera que puede impedir esa alianza de intereses delictivos. Los jueces son hoy, en España, la última línea de defensa de la democracia. Y su honor último.

Contra esa barrera, Conde Pumpido es la punta de lanza de un despotismo socialista que aspira a hacer de la ley sólo palanca para la consumación de todos sus intereses. De los personales como de los políticos. Para que esa liquidación de la magistratura sea ejecutada, se ha diseñado una estrategia suicida: que el Tribunal Constitucional se apropie de las funciones jurisdiccionales que ninguna Constitución democrática otorga a tal institución. Y que acabe por convertirse en última instancia de apelación por encima del Supremo.

Porque todo se juega en ese punto. El Tribunal Constitucional, contra lo que la resonancia de su nombre pueda hacer imaginar a los demasiado cándidos, no es poder judicial. Su papel de intérprete de la Constitución es de análisis y demarcación académica: consiste en dirimir las ambigüedades y paradojas que en la aplicación del texto constitucional puedan llegar a producirse entre poderes autónomos. Su papel es particularmente delicado en la resolución de las tensiones que inevitablemente habrán de generarse entre el poder judicial y el poder ejecutivo. La más sabia de las confrontaciones académicas sobre el lugar de esa entidad mestiza se produjo, en la Alemania de 1931, en el choque entre el constitucionalismo garantista de Kelsen y la hipótesis nacional-socialista de Schmitt. Para el primero, sobre el Constitucional debía recaer la neutra valoración normativa de esos conflictos. El segundo resolvía la paradoja de un tajo: «el Führer crea derecho», el único criterio de constitucionalidad es lo que el jefe del ejecutivo, como «guardián de la Constitución», dicta. Con toda evidencia, es éste último el envite hoy de Pumpido y Sánchez.

Ante el Tribunal de Luxemburgo, los magistrados de la Audiencia de Sevilla lo han formulado admirablemente. No hay jurista que pueda cuestionar su objeción. Al menos, sin dejar de ser jurista. Podría haber sucedido, escriben, que «el Tribunal Constitucional, como órgano no integrado en el Poder Judicial, se extralimite en la función de control que le corresponde invadiendo ámbitos reservados a la jurisdicción de los jueces y tribunales al revisar –a través de una interpretación alternativa de elementos normativos de los tipos penales de prevaricación y de malversación de caudales públicos– la valoración probatoria y el juicio de subsunción realizados por los Tribunales ordinarios nacionales?».

A un tribunal europeo le tocará juzgar si España es de verdad una democracia con igualdad jurídica. O un país bananero, en el cual un gobierno dispone de los medios de Estado necesarios para trocar en impunes a todos sus camaradas. Da vergüenza, sí. Pero eso es lo que somos.