Patxo Unzueta-El País
La noche del 21D todos estaremos echando cuentas sobre la relación de fuerzas entre el bloque independentista y el constitucionalista.
El día 21 los catalanes eligen su Parlamento, que designará un presidente de la Generalitat que a su vez nombrará un Gobierno. La elección se realizará conforme a la legislación electoral española y de ella se deriva el derecho a gobernar durante cuatro años. Es cierto que la noche de ese día todos estaremos echando cuentas sobre la relación de fuerzas entre el bloque independentista y el constitucionalista. Para calibrar qué pactos de gobierno serían posibles, pero también para calcular las posibilidades del independentismo para avalar los resultados del 1-O.
Los del 21-D serán interpretados por los indepes con criterios no homologados que han ido adelantando. Sobre todo, el de dar por supuesto que si alcanzan la mayoría absoluta, aunque sea por un solo escaño o voto, quedarían legitimados para poner en marcha las decisiones que derivan de la declaración unilateral de independencia. Cuando el consenso académico y gran parte del político defiende que una votación sobre esa declaración requeriría en su caso una mayoría cualificada no inferior a los dos tercios de votos y/o escaños.
En estas vísperas electorales, personalidades europeas de relieve han planteado sus propias interpretaciones sobre lo que está en juego el día 21. El presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker, argumenta con un criterio pragmático que si se admitiera el derecho a la secesión de Cataluña decenas de territorios reclamarían no ser menos, tornando ingobernable la UE. Su vicepresidente, Frans Timmermans, declara que todos los ciudadanos tienen derecho a organizarse para cambiar las leyes que no les satisfagan; y que a lo que no tienen derecho es a ignorarlas.
Lo que remite al principio sustancial del Estado de derecho sintetizado en la fórmula según la cual “la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento”. Lo que parece pensado para describir la actitud del independentismo catalán durante los últimos años. Y ¿qué relaciones civilizadas serían posibles si bastase con no reconocer la competencia de un tribunal para quedar excusado de acatar sus sentencias?
El lenguaje de los debates de estos días se ha simplificado y llenado de adjetivos descalificativos y simplezas como esa de que se está buscando “el aniquilamiento de Catalunya”; o el recurso multiusos de la voz “fascista” para definir a quienes no comparten la fe independentista. Lo que convive con los gestos de complicidad con los partidos de la extrema derecha real de la comunidad flamenca. El historiador Erik. J. Hobsbawm se asombraba en Naciones y nacionalismo desde 1780 de la adopción en los años 70 del pasado siglo por algunos partidos regionalistas o nacionalistas de la fraseología revolucionaria post 1968 que tan mal encaja en sus orígenes ideológicos en la ultraderecha de antes de 1914 y el historial profascista e incluso colaboracionista durante la II Guerra mundial.