IGNACIO CAMACHO  

UNA RAYA EN EL AGUA

La España sin relato se asomó literalmente a la ventana de su destino y se negó a empantanarse en el pesimismo

SÓLO dos cosas buenas, y de rebote, ha traído el conflicto catalán entre tanto estrago como ha causado en el plano civil, en el social, en el político y en el económico. Dos consecuencias positivas forman un balance muy corto, pero teniendo en cuenta que se trataba de un asalto al Estado y a la integridad de España quizá sirvan para relativizar la intensidad del destrozo. Es poco logro, sí, pero a principios de octubre, en los dos días entre el referéndum ilegal y el discurso del Rey, el alza de la insurrección y el colapso del Estado amenazaban con un desenlace aún más tenebroso. 

El primer y fundamental efecto constructivo de la insurrección separatista ha sido el resurgir de una conciencia nacional española, estimulada por la crecida del independentismo. El espontáneo movimiento de las banderas en los balcones –aún siguen muchas colgadas– expresó el hartazgo de un país capaz de rebelarse contra su presentida condición de proyecto fallido. Esa energía reactiva cambió el curso del conflicto porque dotó a los partidos constitucionalistas de respaldo moral y otorgó al Estado autoridad democrática para responder al desafío. La arrogancia secesionista descorchó un caudal de autoestima herida que sacudió de golpe los complejos históricos del patriotismo: los de la España cenicienta, melancólica, ceñuda, claudicante, avergonzada de sí misma, resignada al fracaso colectivo. Esa España sin relato se asomó literalmente a la ventana de su destino y se negó a empantanarse en el pesimismo. Sin su decidida respuesta tal vez el procés se hubiese abierto paso en medio del marasmo político. 

La otra buena noticia en medio del desierto ha sido el descalabro de las expectativas desestabilizadoras de Podemos. Pablo Iglesias vio en la rebelión nacionalista contra la Constitución una oportunidad de acelerar su objetivo estratégico y se alineó con poco disimulo junto al bloque soberanista en busca de la ruptura del actual modelo. Pero la realidad le ha vuelto la espalda porque muchos de sus seguidores, incluso de sus propios compañeros, se han resistido a acompañarlo en el intento. En su afán de refundación mesiánica del régimen sobre una hoguera de desafecto, Iglesias se ha equivocado de alianzas y ha despreciado la idea de España como comunidad de sentimientos. Se ha dejado muchos pelos en la gatera catalana; la extrema izquierda sigue siendo una fuerza social considerable pero su cúpula dirigente ha quedado desairada y en fuera de juego. 

No es un saldo demasiado fructífero, ciertamente, aunque momentos hubo en que llegó a perfilarse más amargo. Lo esencial es que, en buena medida, bajo el riesgo de secesión la idea de España ha resucitado. En ese sentido los españoles han cumplido con su responsabilidad, han rescatado su propio ser orgulloso y compacto. Para el próximo año corresponde a sus dirigentes el compromiso de no defraudarlos.