AURELIO ARTETA / Catedrático de Filosofía Moral y Política de la UPV, EL CORREO 22/01/14
· Aquí somos muy pluralistas, lo mismo aceptamos que se expresen libremente las convicciones de los perseguidores que las de sus perseguidos.
Acaba de publicarse un estudio del recién estrenado Deustobarómetro que recoge los resultados de un sondeo sobre la salud moral y política de nuestra sociedad. El autorretrato nos ayuda a conocernos, por mucho que en él no salgamos muy favorecidos. Si me lo permiten, esbozaré algún comentario sobre los aspectos que me parecen más preocupantes.
Empecemos por la conciencia que tienen nuestros conciudadanos acerca del carácter de su propia ideología política. Nada menos que la mitad de ellos se sitúa en la izquierda (probablemente «de toda la vida») y seguro que los militantes y afines de Bildu o Sortu se habrán clasificado sin excepción en este sector progresista. Se trata de una identificación duradera y ampliamente extendida…, pero al fin una confusión lamentable. Cualquier estudioso sabría explicarles cómo el nacionalismo étnico que profesan es por naturaleza una doctrina reaccionaria. Vengamos ahora a la confianza en los partidos políticos. Sobre un total de 10 puntos, la gente califica a los partidos con un suspenso demoledor (1’4) y más de la mitad piensa que son innecesarios para el funcionamiento de la democracia y sustituibles por plataformas sociales. Alarma el grado de populismo que encierra semejante rechazo, aunque no sea el suficiente como para que la abstención electoral prevista (un 40 %) llegue a asustar. La gente reniega de los partidos, pero después vota fervorosamente al suyo; sólo abomina de los partidos de los otros.
¿Perciben ellos alguna desigualdad de oportunidades –suponemos que ante todo oportunidades de empleo público– entre los que conocen el euskera y los que no?, se les pregunta. Y responden que sí: un 55 % de los encuestados observa grandes desigualdades y otro 35 % también pequeñas. Casi todos vienen así a confesar en el secreto de la encuesta que, a su juicio, la política lingüística en Euskadi engendra una sistemática injusticia pública y social. Ahora bien, como muestra de su exquisita prudencia, ellos no denuncian ni cuestionan en público esa injusticia. Castellanohablantes como casi todos los de alrededor, se suben al carro del vencedor y matriculan a sus hijos en el modelo D para que gocen de tantas oportunidades de trabajo como los euskaldunes…
Pues nuestra sociedad, eso sí, cultiva la virtud de la tolerancia. Fíjense si será tolerante, que un tercio de ella pregona que todos los ciudadanos puedan participar en el debate público del País Vasco. Aquí somos muy pluralistas, lo mismo aceptamos que se expresen libremente las convicciones de los perseguidores que las de sus perseguidos, todas nos parecen igual de respetables. Otro tercio es partidario de negar la palabra pública a los racistas, aunque podría ocurrir que el etnicismo vasquista no anduviera lejos del racismo… Y un porcentaje parecido lo forman quienes excluirían a los extremistas de derecha y de izquierda, a los extremistas islámicos y a los extremistas católicos. Es de temer que esa exclusión no iba a afectar demasiado a tales extremistas, que no albergan grandes deseos de meterse en debates públicos, sino más bien de acabar a golpes con ellos.
Hay preguntas de esa encuesta que, a mi entender, están mal formuladas. Si se le pide al interrogado que se pronuncie sobre la frase «en ningún caso se puede justificar la violencia para alcanzar fines políticos», se obtienen los resultados previsibles: la inmensa mayoría está de acuerdo con ella y sólo unos pocos recalcitrantes muestran su desacuerdo (a ver si imaginan quiénes). Pero eso no es jugar con la seriedad necesaria. Primero, porque en el País Vasco no hemos padecido la violencia a secas, sino una violencia terrorista. Y segundo, porque la violencia física del Estado atenida a la ley es la única justa para alcanzar fines políticos legítimos. Ignorar esta distinción capital por parte de muchos ciudadanos vascos ha alimentado a ETA, al menos porque impedía condenarla con la fuerza debida.
¿Que si los vascos conocen el Plan de Paz y Convivencia del Gobierno vasco? Sólo un 10% admite conocerlo mucho o bastante, mientras que el 90% restante muy poco, nada o ni siquiera ha oído hablar de él, como si ese plan no fuera uno de los temas públicos más aireados de la temporada. He ahí un buen ejemplo del grado de competencia cívica que reina en el territorio. Se diría que, si nada saben de ese plan, tampoco dispondrán de criterios lo bastante meditados como para evaluar la política sobre los presos y sus víctimas. Así lo revelan a las claras las preferencias mayoritarias: son más los que propugnan medidas para la reinserción de los terroristas y más aún quienes desean un relato imposible de la época del terror que nos complazca a todos, sin que importe tanto que complazca a la verdad. Y, por si fuera poco, para el 70% de los opinantes los partidos que más han contribuido a la paz definitiva han sido el PNV y Bildu. Déjenme hacerles un par de preguntas: ¿es lo mismo una paz definitiva que una paz justa?, ¿podrá ser definitiva una paz que no sea justa?
Resulta, en fin, que el 40% de entrevistados se siente tan vasco como español, y eso parece un excelente punto de partida para llegar a entendernos. Pero del otro lado asoma un porcentaje casi idéntico de quienes se tienen por más vascos que españoles o por sólo vascos, lo que hace presagiar algún fuerte encontronazo entre nosotros. Se dibuja un panorama en el que un tercio de esta sociedad (PSE, PP, etc.) está satisfecha con la porción de autonomía política de que disfruta, mientras que el doble número de ciudadanos (PNV y Bildu) declara que desea más autonomía o incluso la independencia política. ¿Qué quieren que les diga? Ojalá me equivoque, pero uno se acuerda de aquella sombría premonición de que «vendrán más años malos y nos harán más ciegos»…
AURELIO ARTETA / Catedrático de Filosofía Moral y Política de la UPV, EL CORREO 22/01/14