Ignacio Camacho-ABC
- Después de conocer lo que Sánchez piensa de sus ministros cabe preguntarse qué concepto tendrá de sus votantes
Si se publicaran nuestras conversaciones privadas, o simplemente si se nos pudiese escuchar los primeros treinta segundos tras colgar el teléfono, no tendríamos trabajo, ni amigos, ni familia. Sin la privacidad, que en el universo digital corre serio peligro de resultar abolida, y sin la cortesía, que no deja de ser una variante sofisticada de la mentira, las relaciones sociales serían una selva darwinista. Pero esto no significa que la publicación de los mensajes entre Sánchez y Ábalos carezca de relevancia política, toda vez que permiten a los ciudadanos conocer la verdadera naturaleza de la relación del presidente con su colaborador de mayor cercanía, justo el que ahora se halla en el centro de una embarazosa investigación por los tribunales de justicia. Más allá del cotilleo sobre sus opiniones de los ministros y de otros dirigentes, esos ‘wasap’ revelan una conexión de trascendencia objetiva: Ábalos era la principal correa de transmisión de la voluntad sanchista.
Por eso, sea cual sea el origen y la finalidad de la filtración, el Gobierno tiene motivos para estar preocupado. El simple hecho de que Koldo, el hombre de confianza del hombre de confianza, guardase las conversaciones demuestra la intención de usarlas como munición defensiva llegado el caso de que pasara lo que, en efecto, ha terminado pasando: que Ábalos se convirtiera en un apestado al que cargar con responsabilidades que tal vez sobrepasaran su ya de por sí alto rango jerárquico. Son significativos a este respecto el desconcierto y las contradicciones de unos portavoces oficiales incapaces de atinar con un argumentario: se nota demasiado que desconocen el alcance real del escándalo. Y sin esa información se hace imposible componer un relato que en unas horas no quede desarticulado. Existe una posibilidad verosímil de que haya material sensible cuya difusión comprometa en términos más graves a la escala de mando.
Lo divulgado hasta ahora es incómodo pero soportable. Retrata a un líder procaz, insolente, rencoroso arrogante, irascible, desdeñoso con sus subalternos, despótico como un señorito cortijero ante sus capataces. Sin embargo, a estas alturas no queda casi nadie que ignore la catadura moral del personaje, por más que en público mantenga los buenos modales a base de apretar con visible esfuerzo los músculos maxilares. En ese sentido no hay novedades, ni las habrá mientras no aparezcan alusiones a asuntos susceptibles de repercusiones judiciales. Lo demás no le va a pasar factura; incluso cabe contemplar la hipótesis de que le complazca aparecer como un tipo implacable que ejerce un poder autoritario, férreo, inflexible con cualquier clase de atisbo discrepante. Cuestión distinta sería preguntarse, a la vista de lo que piensa de verdad sobre sus subordinados, qué pensará de sus propios votantes. Y tampoco le va a importar porque sabe que lo saben.