Manuel Montero-El Correo
- La izquierda abertzale anima a perseguir a toda costa el destino histórico de los vascos, en un momento de afán independentista bajo mínimos
La izquierda abertzale perpetra hoy dos barbaridades: mantiene sus objetivos belicistas de siempre y adopta una jerga engañabobos que quiere hacerlos aceptables, como cuando la mona se viste de seda. Dice Otegi: «Es una inversión de futuro que no haya presos vascos», refiriéndose a los presos de ETA. No hay novedad en el frente, salvo la palabrería artificiosa que habla de inversión y futuro. Es lo de siempre (el ‘presoak etxera’, ‘presoak kalera’). Mona se queda. Dice que su propuesta/exigencia resulta esencial para la convivencia «respetando la sensibilidad de las víctimas», una insensible barbaridad conceptual que imagina que las víctimas estarán encantadas con la liberación de los criminales que las agredieron. ¿Alucinación? Desprecio por las víctimas, más bien.
La incapacidad de cambiar y su insensibilidad con las víctimas da una fisonomía zafia a la izquierda abertzale. Su fuerza depende en buena medida de su radicalismo arcaico y de su fascinación por la violencia, que ya no practican (salvo en actos residuales y en remembranzas apologéticas) pero que forman parte de sus creencias. Consideran que estas justificaron asesinatos y extorsiones, homenajean a los criminales que los cometieron, son sus héroes, nunca han mostrado arrepentimiento sino orgullo por las brutalidades del pasado. Su ideología es preideológica, formada por nociones fosilizadas que consideran certezas absolutas. Las ven como un destino histórico de los vascos, inevitable, el paraíso al que hay que «avanzar» a toda costa -lleno de territorialidades, autodeterminaciones, identidades- mal que les pese a los vascos que discrepen. ¿Por la cuenta que les trae, harían bien en asumir su concepción esencialista de lo vasco para desenvolverse tras la victoria prometida?
Un movimiento de este tipo, estructurado sobre connivencias agresivas, alrededor de ideas rudimentarias y excluyentes, multiplica su capacidad política si los grupos democráticos lo admiten sin prevenciones: las cautelas no son solo una cuestión ética.
Las encuestas dicen que el afán independentista decae bajo mínimos, pero les da igual. ¿Desde cuándo importa la realidad al visionario? Propuesta precongresual de Bildu: «recuperación de conciencia nacional», pan comido, y a partir de ahí iremos (nos llevarán) a una independencia «gradual». Y por pedazos.
Esta gente nunca se ha desenvuelto bien en el mundo racional. Les es más propio vivir en un caldero de salsa revolucionaria, algo desfasada pero con capacidad de fermentar. Imaginan una realidad alternativa ademocrática, exclusivista y de sustrato violento.
Esbozan un mundo ideal, regresivo, una prehistoria imaginaria que sería el principio y, también, el final, nuestro destino. Y, sin embargo, creen que lo suyo es avanzar, pues en el horizonte otean la tierra prometida y se ven como una tribu compacta atravesando desiertos. Dicen que les gustará hablar del nuevo estatus «para avanzar». Lo importante no es hacia dónde -lo imaginamos-, sino avanzar. Avanzar, avanzar, avanzar. En todas las cosas quieren avanzar, lo dicen una y otra vez y para todo. También quieren avanzar en «mediación judicial», «avanzar en la regulación de los profesionales del deporte», «avanzar hacia una transición ecosocial» (¿?), «avanzar hacia más autogobierno», «avanzar en un nuevo estatus», «avanzar en solucionar la problemática de la vivienda», «avanzar en la cuestión territorial», «avanzar en mayores cotas de soberanía», «avanzar sin complejos en derechos y libertades», «avanzar en la regeneración» (sic), «avanzar en un sistema fiscal más justo», «avanzar en los Presupuestos».
Se han convertido a la política cotidiana, o hacen como si, pero se les ha quedado la consigna «avanzar» que en tiempos aplicaban a sus grandiosos proyectos. Por alguna razón muchos les admiran el barbarismo y les repiten el «avanzar». Subyugados, como si fuese el no va más. No quieren hacer política, sino avanzar.
Se ven como buenos chicos, que mientras avanzan viven una cotidianidad efusiva, identitaria, comunal y sectaria, quizás con alguna añoranza de cuando amenazaban al ciudadano a la brava, los tiempos de la ‘kale borroka’ -son los mismos que hoy quieren avanzar hacia todos los puntos cardinales–, que era una forma de avanzar, fase primitiva.
Todos sus discursos, incluso los de esta etapa de blanqueamiento, tienen algunas características en común: son tendenciosos, contienen datos falsos y se niegan a reconocer alguna culpa propia, rechazan aprender nada y llevan espíritu vengador. Su imaginario no lo forma una sociedad compuesta por ciudadanos libres e iguales, sino que distinguen entre su comunidad y el resto. Sus odios sociales son claves en sus posicionamientos, en un discurso patológico que cree en las excelencias propias y desprecia el resto.