Pedro Sánchez anunció en su comité federal del pasado sábado que piensa gobernar «con o sin el concurso del Poder Legislativo».
¿Y bien?
Circula por redes un meme que presenta a un pajarillo diciendo en jarras «ay, mecachis». Se usa ante los que se sorprenden por cosas altamente previsibles, y es especialmente idóneo para todos los Javier Cercas e Ignasi Guardans que se van subiendo y cayendo de todos los guindos que encuentran en su camino.
Antes de las elecciones de 2023, Sánchez, para el que los «ay, mecachis» pidieron el voto, ya había demostrado ser capaz de gobernar con populistas caribeños, filoterroristas y golpistas, a los que arregló el Código Penal a medida.
Después fue investido cambiando impunidad por votos. Es difícil imaginar una corrupción mayor.
Ahora ha conseguido la investidura de Salvador Illa cambiando votos por la destrucción del sistema de financiación. Mientras tanto, está colonizando, a plena vista, todas las instituciones del Estado.
Nadie puede alegar desconocimiento a estas alturas porque el camino de Sánchez hacia la no-democracia está claramente trazado. ¿Quién conseguirá descarrilarlo?
No parece que vayan a ser sus votantes, a los que les parece bien cualquier cosa y su contraria siempre que la haga su partido. Venimos equipados evolutivamente con sofisticados mecanismos para ignorar la evidencia ante nuestras narices y racionalizar lo que haga falta con tal de no quedar fuera del grupo. Sánchez se ha limitado a poner a prueba esos mecanismos, que están demostrando ser extremadamente sólidos.
Los votantes tienen una fortísima tendencia a seguir a sus partidos vayan donde vayan, y por eso estos tienen una enorme responsabilidad. Desgraciadamente, tampoco parece que el coro en el que Pedro ha convertido a su partido vaya a ser el que restablezca la democracia.
Sigamos con el Congreso. Pedro anunció su candidatura a la secretaría general como si fuera un penoso deber («debemos arrimar el hombro y yo el primero») y dijo que «debemos solucionar los problemas causados por una década de políticas neoliberales», de la que le corresponden seis años.
Luego se puso lírico: «El único pecado de mis seres queridos es caminar a mi lado en esta vida».
El único pecado de Begoña cuando conseguía cátedras y recababa dinero de empresarios que recibían contratos del gobierno es amar a Pedro. ¿Y quién podría no amar a Pedro?
Así continuó en un discurso que marchaba en paralelo a la realidad sin cruzarse nunca con ella. Detrás de él, ajenos al ridículo, sus turlurones aplaudían entusiasmados. ¿Y el concierto catalán? Pues ahí estaba Gómez Besteiro, secretario general del PSOE en Galicia, manifestando su alegría porque una región aportante de financiación se retire del régimen común y disminuya la financiación de las regiones receptoras como Galicia.
Este es el verdadero problema. El auténtico punto débil de nuestra democracia que puede acabar con ella. Los partidos se han acostumbrado a dejar en la puerta todos los contrapesos que la democracia liberal ha diseñado para evitar la concentración del poder, y con esto ha ocurrido algo inesperado.
Todo el mundo entiende de manera intuitiva el funcionamiento del mercado de bienes y servicios en el que los productos, al competir para ser escogidos por el cliente, necesariamente tienen que mejorar.
La intuición fundamental de John Stuart Mill fue que las ideas también compiten. Él defendía la libertad de expresión porque entendía que es esencial para que una comunidad no se vuelva estúpida: es la única manera en que las ideas surgen, compiten y salen victoriosas las más sólidas. Es la confluencia de opiniones diversas la que consigue crear, de forma contraintuitiva, una inteligencia colectiva.
Pero estos canales de formación de inteligencia están cortados en los partidos, y son sustituidos por una selección negativa en la que sólo prosperan los más dóciles.
Nuestra crisis no es tanto de democracia como epistémica. Los partidos han expulsado de ellos la inteligencia depositando la decisión en líderes faraónicos a los que, para colmo, el poder acaba enloqueciendo. Y los votantes siguen, como lobotomizados, a esos partidos descabezados. La estupidez se impone en la dirección de la sociedad, y el panorama recuerda un poco al de los lemmings.