MIGUEL ÁNGEL QUINTANILLA-El Mundo
El autor reflexiona sobre la grave crisis que afecta al Partido Popular e insta a volver a recobrar el prestigio social que tuvo durante los años de Aznar, venciendo la mentira, diciendo la verdad y recuperando la dignidad.
QUIEN AFIRMA LA inexistencia del aznarismo como estructura de poder y como relato vigente, no carece de razón: el aznarismo no existe. Salvo como icono fóbico. Y en consecuencia el PP, tampoco. Esto no quiere decir que el PP fuera Aznar. Pero sí quiere decir que contra Aznar no puede haber PP. El partido ha pretendido hacer como que ese hecho carecía por completo de relevancia, que no tendría consecuencias, que su permanente desmarque de aquello que se supone que habría querido Aznar bastaba para encontrar un acomodo confortable y una posición apacible ante la opinión pública. Pero la realidad indica alguna otra cosa. Por ejemplo, que su percepción en la escala izquierda-derecha estaba en el 7,6 en junio de 2004 y está hoy disparada por encima del 8. Por no hablar de los votos, del poder, de la relevancia, de la capacidad para marcar el paso, de la influencia internacional. Hay siglas, algunas personas y algunas otras cosas, sin duda, pero no hay un partido político que permita establecer una continuidad histórica mínimamente rigurosa. El PP ha decidido carecer de historia para no ser nada aznarista, probablemente porque entiende que ser aznarista consiste en el mismo sometimiento personal en que parece haberse convertido el hecho de ser marianista, solo que encima a favor de alguien que según dicen resulta menos llevadero en lo cotidiano.
Pero la falta de aznarismo ha sido también, y sobre todo, la consecuencia de un error de muchos que vinimos después y que pensamos que el aznarismo era algo que Aznar iba a hacer, cuando en realidad esa debía haber sido una tarea de otros. Ha habido también circunstancias y razones sobrevenidas que pueden dar explicación de esta omisión de muchos, pero eso no hace menos importantes sus efectos.
Parece claro que para la derecha hay un trabajo de reconquista del espacio público al que tiene sentido comenzar a aplicarse a pleno rendimiento. Y parece claro –me lo parece a mí, al menos–, que esa tarea no puede hacerse sin aznarismo; es decir, sin una revisión lúcida del proceso de construcción del Partido Popular. Y también de su destrucción posterior. En suma, del período 1989-2018. Hay un aznarismo que crear, cuya ausencia está en el origen de los problemas iniciados a partir de 2008, en coincidencia con el congreso de Valencia, y enmascarados transitoriamente por la crisis y el derrumbe socialista. Pero crear un aznarismo no es proponer «un retorno», «una vuelta», «una vindicación», «un rescate» o «la iluminación de un legado». El aznarismo, por definición, no puede ser Aznar. El aznarismo, por definición, ha de ser lo que no es Aznar. Aznar es Aznar. Con la evolución política y personal que acompaña a cualquiera siempre y que quizás sólo él conoce y puede anticipar. El aznarismo, pues, como punto de partida, como mero presupuesto lógico ha de ser algo distinto de Aznar. Algo vinculado, asociado, pero distinto. Y al decir esto afirmo una mera condición axiomática para la posibilidad del aznarismo: aznarista puede ser cualquiera menos Aznar.
El aznarismo ha de ser una asimilación sincera y crítica de una obra política, de las personas que la hicieron posible, muchas, de sus intenciones y de sus circunstancias, de sus efectos de superficie y de fondo, los buenos y los malos. Y si ha de perdurar debe ser «asimilable», legible, transferible, disponible y utilizable. Debe ser susceptible de una comprensión humana y provechosa para la comunidad de ahora de unos sucesos acontecidos entre 1989 y 2004 aproximadamente, que fueron humanos y provechosos para la comunidad de entonces y que han de poder ser seminales de frutos diversos que España necesita. Una adhesión razonada y voluntaria, condicional, tensa y bronca quizás en ocasiones, no mimética ni impostada, a una «razón de ser y de hacer»: de ser español y de hacer España.
Y algo más: el aznarismo no puede ser Aznar, pero el aznarismo no exige la ausencia de Aznar. Son cosas distintas. Una cosa es cómo quiere y si quiere Aznar dar continuidad a su trayectoria política; otra cosa es lo que deban hacer los aznaristas. No son cosas inconexas, son cosas muy conectadas. Pero distintas.
Para elaborar un aznarismo así entendido existen al menos dos problemas de base, primarios, totales. El primer problema es la vigencia interna de la mentira. Un hábito de mentir o de convivir con la mentira que se ha abierto paso no ya como «justificable» para la obtención de un propósito, sino, más aún, como parte del desayuno diario. Es una desalación de la sal, una degeneración imperceptible incluso para quien la sufre, pero letal y motivada por un dejarse ir. Algo lógico, puesto que el aznarismo debe estar emparentado con la voluntad éticamente orientada hacia el bien común y no con la inercia autojustificativa, elitista, hedonista y pija, que lamentablemente ha arraigado con fuerza en la derecha española durante los últimos años. Quiero decir que entre ser aznarista o ser otra cosa, lo normal es ser otra cosa. El aznarismo es difícil, ingrato, cuesta arriba. Superficialmente impopular, en todos los sentidos.
Superar la vigencia de la mentira tiene que ver, desde luego, con corregir la falsificación de la historia, pero hay otras falsificaciones aún más destructivas que esa. Por ejemplo, la falsificación de la propia memoria: muchos saben, lo recuerdan y quizás les quema un poco, que se ganó en 2011 con el único aval del «lo hicimos y volveremos a hacerlo». Porque la primera parte de la frase era verdadera y la segunda aún no era falsable. En esa campaña no hubo nada más de relevancia.
La falsificación de la historia, aun siendo un vicio académico elevado a política pública por el presidente Rodríguez Zapatero, nunca logró romper un confinamiento natural en un espacio muy reducido que no llegó a afectar al corazón de la vida social o personal, pese a todo. Y hoy sigue más o menos ahí. Pero la falsificación de la memoria no es un acto de pretensión heterónoma, como la manipulación de la historia, no pretende impactar sobre otros, es un acto de impacto autónomo. Es decir, no es un acto político sino privado, prescribe y señala pautas sobre uno mismo contra uno mismo, contra lo que uno mismo sabe de sí mismo. Manipular la historia es manipular a otros y manipular lo que fue; manipularse la memoria es manipularse a uno mismo y manipular lo que se es. Este es el drama del Partido Popular, este es el origen de la enfermedad moral que se extiende por cada sede y por cada lista electoral.
La violencia psíquica que se ha de hacer para lograr ese objetivo de la desmemoria o de la contramemoria (que es la verdadera novedad de la política española de estos años: la autolesión y las tendencias autodestructivas, esto define al PP y su etapa reciente, desde el programa hasta los símbolos personales y materiales, y quizás también al PSOE), el daño en la integridad y en la salud mental son incalculables: el destrozo moral, la quiebra de las bases éticas públicas y privadas, el desarraigo y el temblor, la sumisión, el castigo o el premio a capricho, la inducción a la agresividad, la pérdida del sentido de la función política, han de ser tan penetrantes para producir un efecto apreciable sobre la propia memoria que en ese esfuerzo ha de quedar comprometida necesariamente el alma de quien lo promueve, lo padece o lo tolera. Para eso es indispensable enajenarse, salirse de sí, olvidarse de sí. Y esto es lo que a priori permite decir que la auto-regeneración o la rectificación es imposible. Hay un daño demasiado profundo ya sobre todo el aparato psíquico en ese tipo de operaciones complejas. Hace falta un terapeuta, una referencia externa. Probablemente «el pueblo español», que se está preparando ya para ejercer esa tarea ingrata pero necesaria en las próximas elecciones.
CREO QUE ESTA ha sido la triste visión que algunos buenos amigos nos han mostrado de sí mismos en estos años, más intensa estos mismos días, más grotesca cuanto más se achica el espacio político remunerado del PP y, en consecuencia, cuanto mayor ha de ser la contorsión a la que se sometan para tratar de permanecer dentro de él. Comprensible. Nada que decir. Pero lo de hace unos días en Sevilla, en conexión con lo de ayer mismo, constituye un notable ejercicio de cinismo, probablemente con el deplorable efecto de haber hecho persistir y ahondar en el error a quien necesitaba mejor consejo. El partido no arropó, el partido indujo; y no lo hizo pensando en el bien de aquella a quien extravió aún más sino pensando en lo que creía que era su propio interés. Desde el mismo vértice.
Por la mentira el partido se ha convertido ya en un instrumento de degradación personal. Vencer la mentira, decir la verdad –sin ocultar su complejidad y nuestras limitaciones para conocerla–, quererla y buscarla, lograr que se restaure su prestigio social ha de ser la primera tarea del aznarismo. Y sí, ahí está Irak. Tremenda complejidad, pues. Desde luego más que la que Macron ha encontrado para explicar su bombardeo en Siria, u Obama para explicar su desistimiento allí.
La segunda, conectada, será recuperar la comprensión de lo que es la política; si no su grandeza, al menos sí su dignidad, indispensable para hacerla. Y armarse de valor.
Miguel Ángel Quintanilla Navarro es politólogo. Entre agosto y noviembre de 2011 formó parte del gabinete del presidente nacional del Partido Popular.