IVÁN IGARTUA-EL CORREO

Aunque resulte sorprendente, la furia devastadora que guía la invasión rusa de Ucrania, insensible a todo lo que no sea cumplir las órdenes criminales del Kremlin, aún deja margen para los mensajes cargados de simbolismo. No parece accidental que, después de años de preparativos militares y también financieros, la agresión masiva se haya producido el año en que se cumple el primer centenario de la creación de la Unión Soviética. En esta misma línea, es difícil que el reciente bombardeo ruso en las proximidades de Babi Yar, que provocó cinco muertos, no responda a intenciones comunicativas similares, en este caso particularmente siniestras.

Babi Yar (o Babin Yar, en ucraniano) es un barranco a las afueras de Kiev que alcanzó trágico renombre mundial a causa de la masacre de ciudadanos mayoritariamente judíos que cometió el ejército nazi en el otoño de 1941. Solo entre el 29 y el 30 de septiembre de aquel año fueron asesinados 33.471 judíos, en la que fue una de las mayores matanzas simultáneas del Holocausto. En los meses siguientes las tropas nazis continuaron arrastrando a ciudadanos de Kiev (también ucranianos, rusos y romaníes, entre otros) a la inmensa fosa común de Babi Yar, donde los fusilaban al instante. Se calcula que allí perecieron, en total, más de 100.000 personas.

La literatura recogió por primera vez la memoria de Babi Yar en 1944, de la mano de Iliá Ehrenburg, un destacado escritor y periodista soviético (oriundo, por cierto, de Kiev) que era bien conocido en Francia y en España. En la península había cubierto, como corresponsal del ‘Izvestia’, la experiencia republicana y la Guerra Civil (fue la época en la que se le tildó de propagandista de Moscú). Ehrenburg, judío asimilado que ya no hablaba yidis, escribió un poema titulado precisamente ‘Babi Yar’, en el que evocaba el sufrimiento de las víctimas: «De qué valen las palabras o la pluma / cuando pesa esta piedra en mi corazón, / cuando arrastro el recuerdo de otro / como un condenado su cadena (…) / ¡Mis parientes incontables! / Oigo cómo me llamáis / desde cada fosa».

Ehrenburg coordinó poco después, junto con Vasili Grossman, el autor de la monumental ‘Vida y destino’, el llamado ‘Libro negro’, proyecto colectivo de literatura testimonial acerca de los crímenes de la Shoah impulsado, entre otros, por Albert Einstein. En 1947 el ‘Libro negro’ se dio de bruces con la oposición del régimen soviético, donde el antisemitismo campaba a sus anchas. Su publicación fue prohibida por el Comité Central del Partido Comunista. Solo pudo ver la luz en 1993, después de que la hija de Ehrenburg, Irina, sacara los materiales a Lituania, ya para entonces independiente.

Con todo, los versos de Ehrenburg no alcanzaron el eco ni la trascendencia que tendría, en 1961, el poema homónimo de Evgueni Evtushenko, escritor de la generación del deshielo, que recuperó la tragedia de Babi Yar para la memoria colectiva soviética. El arrojo de Evtushenko se plasmó en una abierta condena de las tendencias antisemitas del régimen, que no había sido capaz de erigir un monumento a las víctimas judías de Kiev (como denuncia en el primer verso). El autor transmitía una identificación insólita con aquel martirio («Yo soy cada anciano fusilado, / yo soy cada niño fusilado»), pese a no pertenecer a la comunidad («En mi sangre no corre sangre judía. / Con su rabia insensible todos los antisemitas / deben de odiarme ahora como a un judío. / Por eso mismo soy un ruso auténtico». En su autobiografía Evtushenko revela que tras la publicación del poema recibió más de 20.000 cartas de lectores agradecidos, testimonio del inmenso efecto que había causado su poema.

Cinco años más tarde, en 1966, otro escritor ruso, Anatoli Kuznetsov, publicaba la novela documental ‘Babi Yar’, que la censura soviética redujo en más de un cuarto. La versión completa apareció en 1970 en Londres, mientras que en Rusia solo pudo hacerlo después de la caída de la URSS. Desde 2009 Kuznetsov cuenta con una escultura en la ciudad de Kiev.

En 1966 y 1976 se levantaron en Babi Yar obeliscos y monolitos genéricos a las víctimas soviéticas de los nazis, sin mención de la comunidad judía. Hasta 1991 no se erigió un monumento en recuerdo explícito de los principales destinatarios de la masacre, una ‘menorah’ sobre una escalinata a la que el actual presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, judío él mismo, ha acudido en más de una ocasión.

El ataque a Babi Yar, tal vez una gota de agua en el océano de las atrocidades que está consumando a diario el ejército de Putin, está en cualquier caso preñado de significación simbólica y es una pérfida advertencia a Zelenski, repleta de resonancias antisemitas. Arrasar Ucrania, su tierra y su libertad implica también un intento vil de suprimir su historia y una amenaza intolerable a la memoria de las víctimas y de su dignidad, de la dignidad, en suma, del ser humano.