Empezaré afirmando algo que, aunque no resulta políticamente correcto, es un secreto a voces en la Unión Europea (UE): uno de los escollos con los que tropieza la competitividad de la UE y de sus redes de distribución económica es el fomento del plurilingüismo. Hace ya bastantes años, en 1988, la propia comisión de la UE dijo literalmente lo siguiente: “Las dificultades de comunicación afectan al desarrollo de las redes de comercio y negocio dentro de la comunidad”. Últimamente se ha referido también el director general de traducciones de la UE, quien –si le dejan– piensa reducir el número de lenguas útiles de su dirección general porque los trabajos se le escapan de las manos. También se ha referido a este problema el presidente de la Asociación por la Fundación de la Lengua Alemana. Alguna vez habrá que reconocer tranquilamente, por tanto, que el plurilingüismo puede complicar las cosas a la UE.
Si bien es verdad que nunca se va a poder llegar a una Europa con muy pocas lenguas o monolingüe –porque esto es realmente difícil, aunque no imposible–, no lo es menos que se pueden adoptar muchas iniciativas para evitar que la madeja de lenguas europeas se enrede de forma insalvable. Entre lo que se puede hacer, lo primero debería ser procurar no abrir brechas en las grandes comunidades lingüísticas que ya hay formadas en la UE. Y lo segundo, crear una ideología positiva hacia ellas. Es un hecho cierto que las grandes comunidades lingüísticas no son un estorbo ni algo que se haya impuesto con sangre y fuego, sino que, por el contrario, resultan algo beneficioso que facilita la comunicación y favorece la movilidad. Las grandes comunidades lingüísticas en Europa son un respaldo vital para el espíritu europeísta, porque la realidad de Europa no es que ésta sea multilingüe –eso es lo anecdótico de Europa, el multilingüismo es la capa lingüística de Europa–, sino que Europa ha sido el único continente que en muy poco tiempo ha sabido crear grandes comunidades lingüísticas, de exportarlas y de colocarlas entre las grandes del mundo. Actualmente, en 98 países –que es como decir la mitad de los países del mundo– son oficiales el inglés, el francés o el español. Ésa es la realidad de Europa: el continente creador de grandes comunidades lingüísticas.
Mi impresión es que el futuro seguirá por esta senda. Hoy los estudiantes jóvenes y no tan jóvenes se preocupan por estudiar idiomas. Lo hacen, además, con un éxito y un entusiasmo feroz y con mucha mayor facilidad que antes –en el pasado se estudiaba con el libro, y encontrarse a lo largo de la vida con un hablante de ese idioma era una suerte; si bien es cierto que después, por desgracia, no se le entendía nada–. Ahora bien, la impresión que tengo de esa preocupación y esa facilidad para estudiar idiomas no es que esto se haga por el mero cultivo del multilingüismo en Europa –es decir, por el gusto de cultivar las lenguas–, sino que, por el contrario, me parece que de esa circunstancia se va a derivar en el futuro una selección de unas pocas lenguas que serán las que servirán a los ciudadanos de la UE para entenderse entre sí.
Antes he dicho que Europa ha sido una gran creadora de comunidades lingüísticas. Desde finales del siglo XVIII hasta nuestros días –es decir, en 200 años– es sorprendente la facilidad con que en Europa se han generado comunidades lingüísticas muy grandes. Tomemos el caso francés, por ejemplo. A finales del siglo XVIII, el francés era una lengua que hablaba aproximadamente el 30% de la población francesa. Sin embargo, con las ideas de la Revolución Francesa (la igualdad, la fraternidad…), esta lengua se va extendiendo y, en prácticamente cuatro o cinco generaciones, no sólo se convierte en la lengua de Francia, sino que además es actualmente la lengua oficial de 27 países en el mundo.
El caso de Italia es más sorprendente todavía. En 1850 sólo un 3% –y digo bien: un 3%– de italianos hablaba lo que hoy conocemos como italiano, porque básicamente el italiano era la variedad dialectal de Toscana. Con la unificación política italiana se extiende la idea de que debe haber una lengua común para todos los italianos que resuelva el problema de entenderse entre las diversas regiones italianas. Entonces todos acuerdan hablar en la gran lengua literaria italiana –que había sido la lengua de Dante, Petrarca y Bocaccio– y la hacen lengua común en Italia en poco tiempo.
Es importante subrayar que la mayoría de las personas que ingresan en estas comunidades lingüísticas que se van extendiendo por Europa lo hacen con gusto, es decir, no lo hacen obligadas, sino muy deseosas de ingresar en una gran comunidad lingüística. Es importante que tengamos en cuenta esta idea, igual que la idea anterior de que Europa es la gran creadora de comunidades lingüísticas en el mundo. Ésa es una lección europea.
Está claro que, al ir engrandeciéndose y ensanchándose las comunidades lingüísticas y ocupando territorios cada vez más grandes, en Europa se van convirtiendo en lenguas particulares –o lenguas redundantes, si se quiere llamar así– otras muchas pequeñas lenguas que se van quedando arrinconadas en su localidad o región. De esta manera, nos encontramos con un tipo de hablante que, aunque puede hablar una lengua particular, también domina perfectamente la gran lengua común. Es decir, en el caso del español, cualquier hablante de euskera, catalán o gallego que no sea rústico puede expresarse perfectamente en español; es más, a veces se expresa mejor en español que en su lengua particular. Cualquier hablante de fisón en Holanda puede expresarse perfectamente en holandés; cualquier hablante de galés o de irlandés habla perfectamente inglés; cualquier hablante de suabo habla perfectamente alemán. En definitiva, la generación de grandes comunidades lingüísticas en alemán, inglés, francés o español ha arrinconado estas lenguas, pero ha hecho que sus hablantes puedan expresarse en ellas e igualmente en una gran lengua común. Conocemos como lenguas particulares o redundantes las que quedan en esta circunstancia. Aproximadamente el 11% de los europeos está en esta situación (hablantes de lenguas particulares que se expresan perfectamente también en una lengua común).
Últimamente España ha abierto una polémica lingüística en Europa a contra historia de lo que ha sido la formación de las comunidades lingüísticas europeas, y acaba de despertar una vieja pugna que siempre ha existido en Europa: por una parte, los unionistas –personas que piensan que en Europa se deben abaratar los costes de entenderse porque eso nos cuesta entre 800 y 1.000 millones de euros anuales– y, por la otra, los diferencialistas –personas que apuestan por abrir vías de confluencia entre los europeos facilitando que se conozcan las grandes lenguas de Europa; pueden concebirse como los partidarios del plurilingüismo a ultranza–.
Pues bien, parece que, en España, la propuesta se ha hecho a favor de los plurilingüistas. En mi opinión es una apuesta a contra historia porque, si hay algo que da sentido a la UE, es la comunidad de intereses. Las propuestas de oficialización de lenguas particulares como las que ha hecho España suelen estar inspiradas en general en medios nacionalistas o regionalistas, cuya obsesión, tanto de unos como de otros, es primero identificar a la gente y después diferenciarla cuanto más sea posible. Al subrayar propuestas de este tipo, lo que se hace es aumentar las barreras entre la gente, diferenciarla, dividirla e impedir las facilidades para su contacto y su movilidad, para que puedan entenderse entre sí y puedan confluir. En unas recientes declaraciones en Revista de Occidente, el intelectual George Steiner se preguntaba qué porvenir se puede tener en Europa, donde, al menos en algunas de sus regiones, las divisiones son cada vez más duras y feroces. “Un giro brusco hacia el chovinismo territorial es algo que me espanta”, respondía.
Yo pienso exactamente como George Steiner. Pero además creo que la inspiración nacionalista de promover las lenguas particulares está precisamente en la médula de ese giro hacia el chovinismo regional y, en el fondo, hacia la división de Europa. Hay que tener en cuenta un hecho: ningún gran país de la UE ha arbitrado en los últimos años políticas culturales dirigidas a erosionar su comunidad lingüística. Hay que tener en cuenta que en Francia, aparte del francés, se hablan diez lenguas distintas; en Alemania, siete aparte del alemán estándar; en Gran Bretaña podemos calcular que otras siete lenguas; en Suecia, cinco; en Dinamarca, cuatro. Ahora bien, todos estos países consideran que su comunidad lingüística basada en la lengua general o común que conocemos como alemán, inglés, sueco o francés es un bien político, social y, sobre todo, económico que no conviene fragmentar.
Así las cosas, de todos los grandes países de la UE sólo hay un caso –el español– que lleva arbitrando en los últimos veinte años políticas culturales destinadas a fragmentar la comunidad lingüística en español y, sobre todo, a atacar la ideología de la lengua común. Y lo hace con ideas sobre la lengua común (la lengua española ha sido impuesta, es la lengua del imperio y de la dictadura) que son falsificaciones históricas absolutamente groseras, pero que llevamos veinte años escuchando. ¿Qué ocurre en el caso de España? Al contrario de lo que sucede en Francia, Gran Bretaña o Alemania, en los últimos veinte años de España, en el terreno idiomático, en la ideología de las lenguas, llevan dominando las ideas de nacionalismos, regionalismos e independentismos de toda clase y condición. Lo que hacen estas ideologías es crear desconfianza sobre los valores de la comunidad lingüística basada en español. Y como éste es un problema que tenemos en España desde hace veinte años –cuando aparecen las llamadas “normalizaciones lingüísticas”–, España lo traslada a la UE en un momento en el que sabemos que las hipotecas del gobierno actual con los nacionalismos son muy fuertes.
Baile de lenguas. Los nacionalismos y el futuro lingüístico de la Unión Europea (II)
Se da la circunstancia verdaderamente lamentable de que España, que es uno de los países que no sólo tiene una gran comunidad lingüística perfectamente constituida (sabemos que con el español nos entendemos todos), sino que además es copartícipe de una de las grandes comunidades lingüísticas del mundo (el español está entre las tres o cuatro lenguas del mundo más habladas), está dispuesta a complicar el sistema comunicativo de la UE y el nuestro propio con la propuesta de oficializar internacionalmente cuatro lenguas particulares (el gallego, el catalán, el valenciano y el euskera), cuyos hablantes pueden expresarse sin ninguna dificultad en una lengua que ya es común a todos ellos y que además es oficial en la UE.
Asimismo, la polémica que desata España es una petición que potencialmente no tiene fin porque, si prende en los nacionalismos o en los regionalismos franceses, alemanes, ingleses o suecos –que existen efectivamente– nos podemos encontrar con que dominios lingüísticos que hoy se recorren en dos o tres lenguas (el dominio lingüístico que hoy día se puede recorrer en francés, alemán o italiano) haya que recorrerlos mañana al menos en 25 lenguas. Es decir, estamos enredando la madeja de las lenguas de manera absoluta. Es el manual para construir un laberinto.
Ahora bien, la cosa no acaba ahí. Una vez abierta la puerta de la oficialización de cualquier lengua, Europa también tendrá que plantearse la oficialización de las lenguas de los emigrantes extracomunitarios. De hecho, hay ya iniciativas al respecto para que el árabe y el chino sean lenguas europeas, así como el urdu y el hindi en Inglaterra, porque en el fondo –y esto es una realidad– el árabe, el chino, el hindi y el urdu tienen en la Europa de ahora mismo más hablantes que el danés, el euskera o el letón. Es más, en España hay sólo en la Costa del Sol más hablantes de inglés que de euskera. En la Costa del Sol se publican dos periódicos en inglés, y yo no tengo conocimiento de ningún periódico que se publique exclusivamente en euskera que no sea Berria.
Por consiguiente, España abre una polémica sin fin. En mi opinión, las personas que, pudiéndose expresar con absoluta propiedad y dominio en una lengua que ya es oficial en la UE, son reticentes a hacerlo y se dedican a complicar la vida a los traductores, políticos, parlamentarios y taquígrafos con supuestos agravios sobre sus lenguas particulares, no mantienen, desde luego, una actitud civil ni cívica, ni tampoco una actitud que vaya a resolver los problemas de comunicación que ya tiene planteados la UE. La UE tiene veinte lenguas oficiales, ni más ni menos, después de la ampliación.
Además, nacionalismos y regionalismos plantean un problema falso y lingüísticamente inexistente que se entiende con mucha facilidad. Imaginemos una persona de la UE que habla una lengua minoritaria y no sabe hablar otra porque ésa es su lengua natural y materna y no ha aprendido otra. Se trata de lenguas como el checo, el letón, etc., lenguas minoritarias cuyos hablantes, efectivamente, no hablan otra. Si la UE no oficializa estas lenguas, se plantea el problema político de que estos hablantes quedan fuera o pueden quedar fuera de su devenir político y social.
Ahora bien, si un hablante de una lengua particular ya habla una lengua oficial, tiene ya un cauce de expresión que evita la marginación política. Ya tienen una lengua para expresarse, y nosotros tenemos además los hablantes de lenguas particulares. Ahora bien, lo importante es que ejemplos de este tipo proliferan sin que, de hecho, se sufra ninguna marginación política a la hora de expresarse. Por tanto, se plantea un problema falso, porque, según su versión, su lengua está relegada, oprimida y marginada del proceso político de la UE, cuando esto no sucede en absoluto, puesto que tienen una lengua oficial que conocen perfectamente, con lo que su presunto problema de marginación y silenciamiento no existe. Si la UE da eco a este tipo de discurso particularista que proviene de minorías que ya hablan con plena soltura una lengua oficial –y no sólo hablan con plena soltura una lengua oficial, sino que además, en general, hablan mejor la lengua común y oficial que su lengua particular (hay que decir que el representante del nacionalismo vasco en la UE, Josu Ortuondo, no sabe una palabra de vasco)–, no sólo estará complicando y encareciendo mucho su sistema de comunicación, sino que además, a largo plazo, estará alentando el chovinismo regional. El nacionalismo estará dificultando la movilidad entre los europeos (la posibilidad, por ejemplo, de que estudiantes, profesionales o trabajadores europeos se muevan con facilidad por Europa) y estará creando a Europa un problema social, político y –no hay que olvidarlo– económico: hay que tener en cuenta que, en el fondo, las lenguas también están sujetas a redes económicas, las cuales pueden abaratarse o encarecerse según se complique o no el sistema lingüístico en la distribución de bienes y mercancías.
La realidad es que, si la UE no quiere perderse en un laberinto de lenguas, creo que primero debería hacer una política inteligente en sentido contrario –no hacer caso a España, lamento decirlo así–, una política de estimación positiva de las grandes lenguas comunes que ya se han gestado en la UE. Además, no debe fiar el futuro lingüístico de la UE a las ideas de nacionalismos y regionalismos, porque mañana también tendrá que fiarlo a las ideas del multiculturalismo –plantearse, por ejemplo, la oficialización de muchas otras lenguas como el hindi, el urdu, el chino, etc.–.
De todas formas, hay que tener en cuenta que la petición española está hecha, en realidad, a contra historia, y constituye una hipoteca que el gobierno tiene con el nacionalismo actualmente. Con todo, una UE rabiosamente multilingüe que diera cabida a cualquier lengua sería un UE antagónica con respecto a sus principios fundacionales. En efecto, nos encontramos aquí ante una contradicción: las bases económicas que se han trazado en la UE son antagónicas en relación con las bases de comunicación que plantea España (regularización y oficialización de cualquier lengua). Y en esta contradicción, las bases económicas van a pesar mucho más, de manera que todo indica que la UE se va a orientar poco a poco hacia un directorio de muy pocas lenguas. De hecho, ya lo está haciendo, y es previsible que, si el afán de unificación persiste –y creo que persistirá–, la progresiva unificación de idiomas también persista.
Ahora bien, España se enfrenta en este contexto a otro problema: si nosotros planteamos en Europa la imagen de España como mosaico de lenguas, probablemente el español pierda mucho peso frente al inglés, al francés y al alemán, lenguas que sí se están presentando como grandes bloques lingüísticos homogéneos. De manera que, en realidad, lo lamentable de España es que, además de lo que ya he dicho, con estas propuestas está “haciendo el caldo gordo” a franceses, ingleses y alemanes, resolviéndoles el problema de la competencia con el español. Se trata, por tanto, de una estrategia muy poco inteligente, se mire por donde se mire. No nos vamos a engañar: sólo hay una lengua en España que puede hacer la competencia internacionalmente a las grandes lenguas de la UE, y pretender que el catalán, el euskera, el gallego o el valenciano vayan a hacer cosquillas al alemán o al francés es vivir en la inopia. Personalmente considero que, si España tuviera visión de futuro y una razón cierta de lo que económicamente supone la comunidad hispanohablante –que es una de las grandes comunidades lingüísticas del mundo–, debería presentar en la UE ideas más inteligentes que multiplicar por cinco las lenguas oficiales de la UE y abrir grietas en las comunidades lingüísticas ya constituidas, empezando por la propia.
En el fondo, la posición mantenida por España no deja de ser una posición noble, pero estúpida. Creo que hay ideas más convenientes que la de dividir lingüísticamente Europa. La primera es defender las grandes comunidades lingüísticas. En especial, hay que empezar por defender la comunidad lingüística que habla español. En este sentido, hay un hecho grave que no está entrando en este debate: la ausencia del español en las instituciones de la UE. Se trata de una ausencia escandalosa e injustificada, muchas veces ocasionada porque precisamente los hablantes de alemán, inglés y francés tratan de orillar la potente competencia del español. De este modo, nos estamos preocupando por lenguas que –voy a decirlo claramente– no tienen posibilidad de competir en Europa, mientras que nos estamos olvidando de la única lengua que sí la tiene.
La realidad es que podemos oponernos a las formas de convergencia lingüística como podemos oponernos a cualquier otro tipo de convergencia. También podíamos habernos empeñado en seguir pagando en pesetas o en reales de vellón, pero la realidad es que la UE está condenada a entenderse con agilidad y economía, y nosotros debemos saber si estamos dispuestos a jugar en ese terreno, que es el terreno donde juegan las grandes lenguas de la UE. Si desde las grandes comunidades lingüísticas que ahora hay formadas en Europa se va a llegar en el futuro a confluencias mayores –eso no lo sabemos ahora y el tiempo lo dirá–, sería una excelente práctica defender sin ningún complejo la ideología de las grandes lenguas y la ideología de la comunidad lingüística.
Juan Ramón Lodares es profesor de Lengua en la Universidad Complutense.
Juan Ramón Lodares, ABC, 6/10/2004)