Amaneció el Congreso de los Diputados bajo una boina gigantesca, pero no era atmosférica sino foral. Era la gran txapela del Cupo vasco, que sigue cubriendo los cráneos privilegiados del septentrión peninsular exactamente como en tiempos de Cánovas. La boina de polución que tizna el cielo de Madrid es más reciente, pero me temo que los madrileños respiraremos oxígeno hiperbárico, como Raúl en aquella cabina donde dormía para estirar su carrera, antes de que los vascos o los navarros renuncien a su derecho a ser superiores. Porque, efectivamente, el privilegio vasco-navarro es el único supremacismo consagrado expresamente por la Constitución.
Qué le vamos a hacer, dirán los padres patrios, si en aquellos años ETA ponía cien muertos al año encima de la mesa de negociación. Amenábar estará lamentando que Aitor Esteban haya destripado el suspense de la lotería de este año: ya sabemos todos que el gordo –1.400 millones de euros– ha caído íntegro en Euskadi. Las cámaras habrá que mandarlas a los batzokis, donde ya están festejando que podrán tapar agujeros del tamaño de una galaxia, que por otra parte es la medida común en el mismo Bilbao. Sin embargo, Esteban se cuidó de mentar el asunto y preguntó por la ley de secretos oficiales a cuenta del Piolín. A Rajoy le faltaron reflejos para contestar: «Pero Aitor, qué secretos vamos a tener entre nosotros, ladrón».
Fue Joan Baldoví, un poco a la desesperada, quien le afeó a Montoro su prisa por cerrar ciertos acuerdos y su lentitud para abordar otros. Quien se sorprenda de la confluencia anti-Cupo de Compromís y Ciudadanos solo tiene que recordar que la Comunidad Valenciana es, en números redondos, la autonomía más perjudicada por el actual modelo de financiación, obra de Zapatero. Miguel Gutiérrez, de Cs, eligió otro flanco de desigualdad para atacar al Gobierno: el de la equiparación salarial de las policías del Estado. Se puede decir ya que la crisis catalana ha devuelto la igualdad al centro del debate político: parece haber fijado un tope de hartazgo de lo centrífugo que celebramos profundamente, a la espera de que futuros pasteleos vuelvan a helarnos el corazón.
De Rufián no hablamos hoy porque Ana Pastor nos lo ha estropeado. Lo abroncó en el despacho y el muchacho ya no blande esposas ni sujeta impresoras ni nada. Su papel lo usurpó Odón Elorza clamando por la exhumación de Franco y acusando de nacional-católico al PP, donde hoy deben de quedar tantos católicos como comunistas. La mejor intervención de la mañana la hizo Adriana Lastra. Habló de machismo como lo había hecho su jefa de grupo, pero lo que en Robles suena impostado, en Lastra suena a denuncia sentida, pertinente. Ocurre que polemizar con este asunto es difícil, porque solo la propaganda más zafia puede presentar al actual Gobierno, que acaba de firmar un pacto contra la violencia machista y donde el poder femenino es bien visible, como un califato de gorilas cachondos como el que pintó nuestro Ricardo.
La nota cafeínica de la mañana la puso una vez más doña Irene María Montero, que acusó directamente a Catalá de ser el chico de los recados de Nacho González y Zaplana, encubridor de la Lezo y artífice del desfalco de Tenochtitlan. El ministro tampoco se esforzó en la réplica: Venezuela y Mariló. La causa de que los decibelios de doña Irene resulten inversamente proporcionales a la relevancia parlamentaria de Podemos me la explicó un diputado crítico de esa misma formación: «Se pudo elegir entre escuchar a los votantes o a las bases. Y se eligió». He aquí el único problema, el de tomar decisiones y responsabilizarse de ellas, que aún no nos han solucionado los robots, tan útiles por lo demás para garantizar la disciplina de partido.