ANTONIO R. NARANJO-EL DEBATE
  • Apuntar con una pistola figurada a la presidenta madrileña no es un hecho aislado, es la metáfora del sanchismo contra toda disidencia
Un diputado de Más Madrid, que es Podemos con más peluquería, se ha hecho célebre por disparar simbólicamente a Ayuso, con un gesto inequívoco y una única duda: no está claro si vació el tambor entero o le quedaron balas en la recámara, por si acaso aparecía por allí otro fascista.
El fusilamiento figurado coincidió con otra apuesta épica por la convivencia de Yolanda Díaz, vicepresidenta del Gobierno, líder de Sumar, usuaria de boutiques y autora del lema del día: «Del río hasta el mar», cántico integrista para vincular la existencia de Palestina a la desaparición de Israel.
No parecía sencillo que la ministra de Paro Escondido mejorara su apuesta por guillotinar a un Rey, expresada cuando se peinaba menos y no la votaba nadie en Galicia, pero ella lo logró.
Debe estar encantado el yihadismo mundial al ver que lo que él no consiguió, fundar un Estado Islámico, lo están consiguiendo políticos como Sánchez y Díaz, aplaudidos por los muchachos de Hamás.
Para terminar el día, se conoció la agresión física a un concejal de Vox en Almería, que algo haría para merecerlo: van provocando por ser de ultraderecha, no como Otegi o Aizpurúa o Txapote, que juegan en la liga de Teresa de Calcuta, Mandela y Martin Luther King.
Todos estos episodios coinciden con la semana en que Sánchez ha llamado «violencia política» a publicar informaciones ciertas y documentadas sobre su esposa, Begoña Fundraising para los amigos. Y también a preguntarle a él por todo, con esa impertinencia fascista que caracteriza a políticos de la oposición, jueces independientes y periodistas críticos, aliados junto a los poderes ocultos, los señores del puro, el fantasma de Franco y los grandes empresarios en la «Internacional Ultraderechista».
Hasta los sanchistas más cafeteros, que no suelen actuar gratis como ningún sicario, deberán reconocer que ha habido reacciones violentas objetivas a agresiones violentas fabuladas, salvo que la propia existencia de Ayuso, de Israel o de Vox sea considerada, en sí misma, una declaración de guerra.
Y quizá sea eso y la moraleja final de tantos episodios en los que el agresor se hace la víctima y a la víctima se la condena por la agresión que sufrió acabe dándole la razón a quienes sostienen que, simplemente, no hay margen de entendimiento con esta izquierda y las opciones se limitan a poner la otra mejilla o devolver el golpe.
Tómenlo como una imagen simbólica, sin contacto físico obviamente, y en el ámbito estrictamente político: es lo que Javier Milei ha hecho al replicar a los insultos del Gobierno de España, que lo ha tildado de drogadicto y fascista, golpeando donde más le duele a Sánchez, que es en esa zona entre el corazón y la cartera llamada Begoña.
La lucha contra la polarización, la crispación y la violencia debe ser un compromiso de todos, pero se ha convertido en un hipócrita mantra para justificar la propia en la izquierda, apelando a una autoridad superior que incluye anular la réplica sensata, convirtiéndola por definición en un acto bélico.
Llegados a este punto, en el que se puede apuntar a Ayuso, insultar a un mandatario extranjero, defender el exterminio judío o pegar a un concejal sin que ocurra nada porque ellos siempre tienen razón pero, a la vez, no se puede disentir porque simplemente no se debe ni existir; hay que decirlo ya claro, por desgracia: no hay manera de entenderse con quien cree que todos somos Israel y nos tienen que pasar por encima, desde el río hasta el mar.