Jon Juaristi-ABC
El socialismo ha consistido, hoy y siempre, en religión banalizada
Como es sabido, fue Hannah Arendt la que, a propósito de los criminales nazis, habló de la banalidad del mal en sus artículos sobre el proceso de Adolf Eichmann. Lo característico de la gentuza como Eichmann no habría sido, según Arendt, una perversidad sublime, sino la insondable estupidez burocrática que hizo de ellos los ejecutores ideales y eficaces del mayor genocidio de la Historia, porque ni siquiera se planteaban que sus víctimas judías pudieran ser seres humanos. No les daba la imaginación para tanto.
Sospecho que Hannah Arendt desconocía la doctrina tomista sobre el mal. Ella se sumergió en la filosofía agustiniana para hacer su tesis doctoral (sin plagiar a nadie), pero la concepción del mal como privación, como ausencia
de ser, como nadería, que a través de Tomás de Aquino pasó a ser el fundamento de la teología moral católica, no parece haberle sido familiar. Porque, de lo contrario, habría considerado la banalidad como una cualidad comun a todos los canallas, y no exclusiva de los asesinos nazis.
Thomas Ernest Hulme, un poeta inglés muerto a los treinta años en el frente de Flandes durante la Gran Guerra, acuñó una definición del romanticismo que tampoco Hannah Arendt debió de conocer y que le habría venido estupendamente para aclarar sus ideas. El romanticismo, sostenía Hulme, fue mera religión desparramada. Todo lo que se desparrama pierde su condición jerárquicamente ordenada y plural para volverse basura indiferenciada. Algo así supongo que quería decir Jesús en Mateo, 12, 30: «Quien no está conmigo está contra mí, y quien no recoge conmigo desparrama». O sea, que las imitaciones de la religión son un asco, por lo que tienen de desparrame, banalización y, a la larga o a la corta, horror y demencia.
Si el romanticismo fue religión desparramada, el socialismo, su hijo más tonto, abunda en la banalización como forma de putrefacción de lo desparramado. Bajo el socialismo, la banalización romántica fermenta inevitablemente, porque todo socialista (y en general todo progre) se cree Dios o, por lo menos, divinamente inspirado, y empieza a imitar lo que le suena de la religión del enemigo, o sea, la cristiana.
Tomemos, por ejemplo, a Sánchez y a su curiosa tesis, no la del famoso plagio, sino la por él esgrimida el pasado jueves para terminar con el separatismo: «No hay otra vía para resolver este conflicto que el diálogo dentro de la ley. La ley por sí misma no basta». Se trata, evidentemente, de otro plagio, aunque no académico. El plagiado en este caso es Cristo (tratándose de Sánchez, puesto a plagiar, qué menos) en Mateo, 5, 17: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas, sino a darle plenitud», y su interpretación paulina en Romanos, 13, 8-10, donde se sostiene que la plenitud de la Ley es el amor, porque «el que ama al prójimo ya ha cumplido la Ley». Es evidente que esta es la tesis evangélica original, y la de Sánchez, el plagio secular y putrefacto: él no viene a abolir la ley sino a darle plenitud con el diálogo, porque la ley no basta.
En esto, en la plenitud de la banalización por la vía del plagio, que no es sólo especialidad de Sánchez, sino de la izquierda entera desde la Revolución Francesa, consiste la fermentación fecal de la religión desparramada. Y no es que los socialistas imiten sacrílegamente la religión del enemigo porque estén poseídos (aunque en no pocos casos caben dudas razonables), sino porque todos quieren ser obispos y, todas, empezando por las vicepresidentas (¿quién no recuerda el disfraz de cardenala de Fernández de la Vega en la recepción a monseñor Bertone o el top modelo mantilla de encaje egabrense de Calvo en su visita al Vaticano?), la Papisa Juana. Como mínimo.