FRANCISCO SOSA WAGNER-EL MUNDO
A propósito del reciente pronunciamiento que atañe a la unión bancaria, y de los pleitos a los que hace frente, el autor subraya la labor que ejerce el Tribunal Constitucional alemán en la construcción europea.
Comprendo que esta terminología abstrusa, empleada por los textos y por los jueces, ahuyente a cualquier lector estéticamente sensible que tenga la buena voluntad y la amabilidad de leer este artículo. Yo le pediría que no lo abandonara porque, al dedicar atención a esta sentencia, lo que pretendo es alzar la mirada por encima de las bardas de tecnicismos oscuros para llegar a una consideración más general al alcance de un ciudadano informado. Y, además, aportar gramos de esperanza, necesarios en momentos como los presentes en que la Unión Europea se tambalea como un cuerpo hechizado por azares variopintos. Entre ellos, se halla precisamente la actitud vigilante del Tribunal Constitucional alemán que, activado sin descanso por pleiteantes que se creen guardadores de las esencias, le requieren constantemente para oír su veredicto sobre casi todo lo que emprenden las instituciones europeas. Tratan –aseguran tales centinelas– de evitar la transformación –abierta o disimulada– de la UE en un Estado. Esta vigilante disposición de ánimo es la que explica que el tribunal con sede en Karlsruhe se halle desde hace años librando peleas intrincadas en torno a la construcción europea, concretamente desde la sentencia Maastricht (1993) y después la Lisboa (2009). Detrás está la defensa alemana de un orden constitucional propio, plasmado en su Ley Fundamental. Así se advierte en litigios como el de las ayudas a Grecia (2011) y en aquel que vivimos con extremada inquietud cuando se aprobaron los tratados –intergubernamentales– que crearon el mecanismo europeo de estabilidad y el denominado «de estabilidad, coordinación y gobernanza en la Unión económica y monetaria». Se pretendió –sin éxito– nada menos que paralizar la sanción del presidente de la República a una norma que contaba con el respaldo de las dos Cámaras del Parlamento alemán.
Más reciente es aún el pleito por las medidas del Banco Central Europeo relativas a las compras de deuda pública que también han quedado libres de cualquier sospecha jurídica. En el caso de la unión bancaria, que es el último al que el tribunal ha aplicado su mirada buida, se nos aclara que la supervisión bancaria instituida no se atribuye en exclusiva al Banco Central Europeo ya que la competencia se mantiene en el ámbito nacional, pues las funciones asumidas por el banco lo son tan solo para asegurar «una política coherente y efectiva» y, además, concentrada en aquellas entidades conceptuadas como relevantes (en puridad, aquellas con activos a partir de los 30.000 millones de euros).
Recordemos, resumidamente, que tal unión bancaria tiene como objetivo garantizar que los bancos asuman riesgos calculados y que, cuando yerren, paguen por sus pérdidas los accionistas y, en su caso, los acreedores, minimizando por tanto el coste para el contribuyente y por supuesto afrontando la posibilidad del cierre. Puesta en marcha tal Unión en 2014 sigue un camino poblado de sobresaltos pero ha de saberse que es determinante para hacer frente a posibles crisis financieras y llegar a la creación de un fondo europeo de garantía de depósitos, un alivio para quienes tenemos algún dinero en un banco.
Más allá de estas consideraciones, creo que la respuesta del juez alemán ha de satisfacer a quienes pensamos que la Unión Europea es la fantasía (la rêverie) más relevante en términos políticos, sociales y culturales que vivimos los ciudadanos de sus países miembros. Y ello porque, como decía al principio, la andadura de la Unión se halla desde hace tiempo entorpecida por obstáculos del más variado pelaje. Un caminar agobiado éste que se hace ahora más fatigoso si se piensa en la llegada al Parlamento Europeo de un número crecido de representantes de partidos políticos contrarios a las instituciones europeas, algunos con escasa relevancia pero otros determinantes al ocupar posiciones de influencia en gobiernos nacionales.
En estas circunstancias sería de la mayor gravedad que un Tribunal Constitucional como el alemán estuviera poniendo en apuros al legislador europeo pues las palabras de sus magistrados podrían tener un efecto multiplicador en otros tribunales nacionales de parecida naturaleza. Esta influencia no es resultado de papanatismo alguno sino fruto del prestigio que ha acumulado a lo largo de su existencia pues, aunque sus magistrados logran sus togas rojas como consecuencia de componendas partidarias que sería preferible ignorar, se comportan después, desembarazándose de sus padrinazgos, con la máxima libertad. Como ha escrito Roman Herzog, que fue su presidente, en su libro de memorias (Jahre der Politik. Die Erinnerungen, Siedler, 2007) «los jueces llegan al tribunal a una edad muy madura, una edad en la que se empieza a pensar en la ‘necrológica’ y saben que lo que quedará de sus carreras es aquello que hayan hecho como magistrados en Karlsruhe. Si es cierto que no gusta ingresar en la historia de la justicia como un juez partidista, cada cual se esfuerza en comportarse de tal modo que nadie pueda formular con fundamento una acusación tan grosera».
En las sentencias de contenido europeo, pese a la presión de pleiteantes infatigables, el tribunal, manejando los palillos de sutilezas argumentales, es decir, escribiendo el Derecho con la solvencia con la que debe escribirse, no ha dejado desamparado al legislador de Bruselas en cuestiones capitales. Y ello es de agradecer además cuando en Alemania está muy vivo el debate sobre su propia identidad constitucional.
NOES de extrañar que la sentencia motivadora de este artículo mío aclare que las normas europeas analizadas no afectan a tal identidad constitucional. Y es que los alemanes se encuentran en un tiempo de meditación sobre un doble aniversario: el de la Constitución de Weimar (1919) y el de la Ley Fundamental de Bonn (1949). Hace unos días, el profesor Udo di Fabio, ex magistrado del Constitucional, comparecía en el Frankfurter Allgemeine Zeitung (22 de julio) para reflexionar sobre «la transformación de las democracias occidentales». Destacaba cómo esa identidad alemana se ha expresado en su compromiso con la construcción europea, en el respeto a sus obligaciones internacionales, en la búsqueda de la paz desde su vinculación a Occidente, la obsesión –como se sabe– de Adenauer («más importante que la unificación de Alemania es su plena incorporación a Occidente» proclamó de forma tenaz el viejo canciller). Pero hoy, razona Di Fabio, estas convicciones se estrellan contra obstáculos nuevos que no tienen su origen en el número y la variedad de los Estados miembros de la UE sino que dependen también de los procesos internos de transformación de las democracias occidentales.
Y es que no perder el hilo de Ariadna en el laberinto europeo, en medio de la tormenta que estos cambios sustanciales implican, es el empeño doloroso que tenemos por delante y que recuerda al grito de Tamino (en el transcurso de su rito iniciático de La flauta mágica) al preguntar «¿cuándo encontrarán mis ojos finalmente la luz?». Por eso es tan importante que desde Karlsruhe se desautoricen las obstrucciones pues, sin necesidad de muchas ayudas, ya son numerosas, desesperantes y aun barrocas. Estrambote español: la identidad constitucional, ¿dónde se hallará esa señora entre nosotros? Difícil encontrar su hogar en un paisaje en el que una buena parte de los parlamentarios no creen en el Estado ni en la Constitución y ni siquiera en España. Y el resto tiene paralizado al país por querellas insustanciales y personalismos devastadores.